resumen del capitulo 3 del libro viaje centro de la tierra porfa es para mañana y que sea corto
Respuestas a la pregunta
¿cuál es esta clave, Axel? ¿La tienes por ventura?
Nada contesté a esta pregunta, por una sencilla razón: mis ojos se hallaban abstraídos en un adorable retrato colgado de la pared: el retrato de Graüben. La pupila de mi tío se encontraba a la sazón en Altona, en casa de un pariente suyo, y su ausencia me tenía muy triste; porque, ahora ya puedo confesarlo, la bella curlandesa y el sobrino del catedrático se amaban con toda la paciencia y toda la flema alemanas. Nos habíamos dado palabra de casamiento sin que se enterase mi tío, demasiado geólogo para comprender semejantes sentimientos. Era Graüben una encantadora muchacha, rubia, de ojos azules, de carácter algo grave y espíritu algo serio; mas no por eso me amaba menos. Por lo que a mí respecta, la adoraba, si es que este verbo existe en lengua tudesca. La imagen de mi linda curlandesa se trasladó en un momento del mundo de las realidades a la región de los recuerdos y ensueños.
Volvía a ver a la fiel compañera de mis tareas y placeres; a la que todos los días me ayudaba a ordenar los pedruscos de mi tío, y los rotulaba conmigo. Graüben era muy entendida en materia de mineralogía, y le gustaba profundizar las más arduas cuestiones de la ciencia. ¡Cuán dulces horas habíamos pasado estudiando los dos juntos, y con cuánta frecuencia había envidiado la suerte de aquellos insensibles minerales que acariciaba ella con sus delicadas manos!
En las horas de descanso, salíamos los dos a dar un paseo por las frondosas alamedas del Alster, y nos íbamos al antiguo molino alquitranado que tan buen efecto produce en la extremidad del lago. Caminábamos cogidos de la mano, mientras yo le relataba historietas que provocaban su risa, y llegábamos de este modo hasta las orillas del Elba; y, después de despedirnos de los cisnes que nadaban entre los grandes nenúfares blancos, volvíamos en un vaporcito al desembarcadero.
Así seguía yo en el mundo de mis sueños, cuando mi tío, descargando sobre la mesa un terrible puñetazo, me trajo a la realidad de una manera violenta.
—Veamos —dijo—: la primera idea que a cualquiera se le debe ocurrir para descifrar las letras de una frase, se me ocurre que debe ser el escribir verticalmente las palabras.
—No va desencaminado —pensé yo.
—Es preciso ver el efecto que se obtiene de este procedimiento. Axel, escribe en ese papel una frase cualquiera; pero, en vez de disponer las letras unas a continuación de otras, colócalas de arriba abajo, agrupadas de modo que formen cuatro o cinco columnas verticales.
Comprendí su intención y escribí inmediatamente:
T o b i a ü
e r e s G b
a o l i r e
d , l m a n??
—Bien —dijo el profesor, sin leer lo que yo había escrito—; dispón ahora esas palabras en una línea horizontal. Obedecí y obtuve la frase siguiente:
Toblaü eresGb aolire d,lnian
—¡Perfectamente! —exclamó mi tío, arrebatándome el papel de las manos—; este escrito ya ha adquirido la fisonomía del viejo documento; las vocales se encuentran agrupadas, lo mismo que las consonantes, en el mayor desorden; hay hasta una mayúscula y una coma en medio de las palabras, exactamente igual que en el pergamino de Saknussemm.
Debo de confesar que estas observaciones me parecieron en extremo ingeniosas.
—Ahora bien —prosiguió mi tío, dirigiéndose a mí directamente—, para leer la frase que acabas de escribir y que yo desconozco, me bastará tomar sucesivamente la primera letra de cada palabra, después la segunda, en seguida la tercera, y así sucesivamente.
Y mi tío. con gran sorpresa suya, y sobre todo mía, leyó:
Te adoro, bellísima Graüben.
—¿Qué significa esto? —exclamó el profesor.
Sin darme cuenta de ello, había cometido la imperdonable torpeza de escribir una frase tan comprometedora.
—¡Conque amas a Graüben! ¿eh? —prosiguió mi tío con acento de verdadero tutor.
—Sí... No... —balbucí desconcertado.
—¡De manera que amas a Graüben —prosiguió maquinalmente—. Bueno, dejemos esto ahora y apliquemos mi procedimiento al documento en cuestión.
Abismado nuevamente mi tío en su absorbente contemplación, olvidó de momento mis imprudentes palabras. Y digo imprudentes, porque la cabeza del sabio no podía comprender las cosas del corazón. Pero, afortunadamente, la cuestión del documento absorbió por completo su espíritu.
En el instante de realizar su experimento decisivo, los ojos del profesor Lidenbrock lanzaban chispas a través de sus gafas; sus dedos temblaban al coger otra vez el viejo pergamino; estaba emocionado de veras. Por último. tosió fuertemente, y con voz grave y solemne, nombrando una tras otra la primera letra de cada palabra, a continuación la segunda, y así todas las demás,