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Explicación:
Idolatría de la ley
Uno de los pasos dados por el Nuevo Testamento es la constatación de que la ley puede convertirse también en ídolo y el hombre sometido a la ley transformarse en idólatra. Esto es lo que aparece explícitamente en el texto de Gálatas:
«En otros tiempos no conocían a Dios, y sirvieron a los que no son dioses. Pero ahora que ustedes conocieron a Dios, o más bien, que él los ha conocido, ¿cómo pueden volver a cosas y principios miserables y sin fuerza? ¿Otra vez quieren someterse a ellos? Ya que vuelven a observar días y meses y tiempos y años. Me hacen temer que me haya fatigado inútilmente» (4,8-11).
La ley en sí misma puede que sea buena, pero cuando el hombre busca la salvación sólo en la observancia de la ley, ésta se convierte en un ídolo que mata: en «cosas y principios miserables y sin fuerza». La ley no tiene en sí misma ninguna fuerza liberadora. El hombre esclavizado a ella acaba con los nervios destrozados: hace lo que no quiere y quiere lo que no puede hacer.
Los judíos pensaban que merecían su propia justificación por su observancia de la ley, cuando en realidad nuestra justificación viene del sacrificio de Cristo. El hombre sólo es justificado por la fe en Jesucristo; no por las obras de la ley (Gál 2,16; Rom 3,28). La ley da el conocimiento del pecado, pero no el poder para apartarse de él. Nadie es justo ante Dios porque cumpla unas normas concretas. Ciertamente hay que seguir a Cristo, cumpliendo su Mandamiento Nuevo, pero la salvación no nace como consecuencia de esas obras, sino de la persona de Jesús.
La fe en el Dios de Jesucristo se enfrenta en forma radical a la idolatría de la ley. A ello se refiere Pablo cuando dice: «Cristo nos liberó para que fuéramos realmente libres. Por eso, manténganse firmes, y no se sometan de nuevo al yugo de la esclavitud» (Gál 5,1).
Pablo les reconoce a los judíos que tienen un celo por Dios maravilloso, «pero en forma mal entendida», por cuanto está privado del verdadero conocimiento de Dios. «No entienden cómo Dios nos hace santos, y se empeñan por hacerse santos a su manera. Con esto pasan al lado del camino de Dios» (Rom 10,1-3). Al considerar a Dios como un Poder exigente (la Ley) y amenazador (el Juicio Final), resulta que realmente no lo están conociendo. Porque Dios es, ante todo «Justicia», justicia salvadora que brota de su amor: Poder de vida fiel a su proyecto en favor del hombre. Ese desconocimiento les impide acoger la Justicia de Dios y ser así sus beneficiarios. Les impide dejarse amar por Dios.
Los seguidores de la religión de la Ley no pueden más que defenderse, protegerse de ese Dios, a quien «malconocen» como amenaza. A fuerza de obras, cuyo valor está declarado por la Ley, los judíos se aseguraban contra Dios. Así, la relación con Dios, por religiosa que sea en cuanto al celo, se mueve, de hecho, en el desconocimiento y en el temor. Ello lleva implícito la desesperación de ver cómo pasa la vida sin que uno se encuentre debidamente armado para vencer al Juez que se acerca.
En el evangelio de San Marcos, del 2,1 al 3,12, donde se cuentan las controversias de Jesús con los fariseos, se desarrolla una teología contra la idolatrización de la ley. La salvación que realiza Jesús es contraria a la ley fetichizada por los fariseos. Su postura se resume maravillosamente en la frase: «El sábado ha sido hecho para el hombre y no el hombre para el sábado» (Mc 2,27).
Esta idolatría aun puede ser más opresora y destructora que otras, ya que llega a pervertir la misma conciencia del hombre. Al igual que la idolatría del dinero, también ésta destruye las relaciones humanas, sociales y políticas. Ella es causa y consecuencia de un mundo opresor y represivo.