resumen (que no sea corto) de espantos de agosto plsss
Respuestas a la pregunta
Respuesta:
Antes del medio día, una familia llegó a Arezzo para buscar el castillo renacentista que Miguel Otero Silva había comprado, cosa que gustaba a la esposa y a los hijos del autor, ya que les excitaba la idea de conocer a los fantasmas. la familia va a una región de Italia a visitar a un escritor a su casa. Cuando llegan al pueblo, no encuentran la casa y le preguntan a varias personas, hasta que una señora les dice donde está y que está encantada. Ellos lo toman como una broma, incluso se ríen de la señora por su credulidad, pero los dos niños se alegran por la idea de conocer a un fantasma. Fueron hacia el castillo, donde les esperaba su amigo escritor con el almuerzo preparado. Les contó la historia del hombre que construyó el castillo, el que mató a su mujer y después se suicidó. Les dijo que el espíritu aún vagaba por el castillo a medianoche. Después de la comida exploraron el castillo, incluso la habitación del fantasma, que les llamó mucho la atención. Después fueron a la plaza, y tras volver al castillo y cenar, se quedaron a dormir. Se durmieron tranquilos, pero se despertaron en la habitación del fantasma Ludovico, ella muerta y el confuso. Al llegar al castillo, Miguel los recibió muy bien y les enseñó el castillo. También les explicó que su antiguo dueño, Ludovico, había matado a puñaladas a su esposa y luego se había suicidado, y les advirtió que a partir de media noche su fantasma se aparecía por el castillo.
Solo a los niños les importó esa advertencia pero se sintieron felices de encontrar un fantasma y empezaron a llamarlo en forma burlona, ya que sus padres no parecían creer en fantasmas. Pasaron la noche en el castillo, y no vieron a ningún fantasma. Los esposos se acostaron en la hermosa habitación que el dueño del castillo les había preparado,
Llegamos a Arezzo un poco antes del mediodía, y perdimos más de dos horas buscando el castillo renacentista que el escritor venezolano Miguel Otero Silva había comprado en aquel recodo idílico de la campiña toscana. Era un domingo de principios de agosto, ardiente y bullicioso, y no era fácil encontrar a alguien que supiera algo en las calles abarrotadas de turistas. Al cabo de muchas tentativas inútiles, volvimos al automóvil, abandonamos la ciudad por un sendero de cipreses sin indicaciones viales, y una vieja pastora de gansos nos indicó con precisión dónde estaba el castillo. Antes de despedirse, nos preguntó si pensábamos dormir allí, y le contestamos, como lo teníamos previsto, que solo íbamos a almorzar.
—Menos mal —dijo ella— porque en esa casa espantan.
Mi esposa y yo, que no creemos en aparecidos del mediodía, nos burlamos de su credulidad. Pero nuestros dos hijos, de nueve y siete años, se pusieron dichosos con la idea de conocer un fantasma de cuerpo presente.
Miguel Otero Silva, que además de buen escritor era un anfitrión espléndido y un comedor refinado, nos esperaba con un almuerzo de nunca olvidar. Como se nos había hecho tarde no tuvimos tiempo de conocer el interior del castillo antes de sentarnos a la mesa, pero su aspecto desde fuera no tenía nada de pavoroso, y cualquier inquietud se disipaba con la visión completa de la ciudad desde la terraza florida donde estábamos almorzando. Era difícil creer que en aquella colina de casas encaramadas, donde apenas cabían noventa mil personas, hubieran nacido tantos hombres de genio perdurable. Sin embargo, Miguel Otero Silva nos dijo con su humor caribe que ninguno de tantos era el más insigne de Arezzo.
—El más grande —sentenció— fue Ludovico.
Así, sin apellidos: Ludovico, el gran señor de las artes y de la guerra, que había construido aquel castillo de su desgracia, y de quien Miguel nos habló durante todo el almuerzo. Nos habló de su poder inmenso, de su amor contrariado y de su muerte espantosa. Nos contó cómo fue que en un instante de locura del corazón había apuñalado a su dama en el lecho donde acababan de amarse, y luego azuzó contra sí mismo a sus feroces perros de guerra que lo despedazaron a dentelladas. Nos aseguró, muy en serio, que a partir de la medianoche el espectro de Ludovico deambulaba por la casa en tinieblas tratando de conseguir el sosiego en su purgatorio de amor.
El castillo, en realidad, era inmenso y sombrío. Pero a pleno día, con el estómago lleno y el corazón contento, el relato de Miguel no podía parecer sino una broma como tantas otras suyas para entretener a sus invitados. Los ochenta y dos cuartos que recorrimos sin asombro después de la siesta habían padecido toda clase de mudanzas de sus dueños sucesivos. Miguel había restaurado por completo la planta baja y se había hecho construir un dormitorio moderno con suelos de mármol e instalaciones para sauna y cultura física, y la terraza de flores intensas donde habíamos almorzado. La segunda planta, que había sido la más usada en el curso de los siglos, era una sucesión de cuartos sin ningún carácter, con muebles de diferentes épocas abandonados a su suerte. Pero en la última se conservaba una habitación intacta por donde el tiempo se había olvidado de pasar. Era el dormitorio de Ludovico.
Fue un instante mágico. Allí estaba la cama de cortinas bordadas con hilos de oro, y el sobrecama de prodigios de pasamanería todavía acartonado por la sangre seca de la amante sacrificada. Estaba la chimenea con las cenizas heladas y el último leño convertido en piedra, el armario con sus armas bien cebadas, y el retrato al óleo del caballero pensativo en un marco de oro, pintado por alguno de los maestros florentinos que no tuvieron la fortuna de sobrevivir a su tiempo. Sin embargo, lo que más me impresionó fue el olor de fresas recientes que permanecía estancado sin explicación posible en el ámbito del dormitorio.
Los días del verano son largos y parsimoniosos en laToscana, y el horizonte se mantiene en su sitio hasta las nueve de la noche. Cuando terminamos de conocer el castillo eran más de las cinco, pero Miguel insistió en llevarnos a ver los frescos de Piero della Francesca en la Iglesia de San Francisco, luego nos tomamos un café bien conversado bajo las pérgolas de la plaza, y cuando regresamos para recoger las maletas encontramos la cena servida. De modo que nos quedamos a cenar.
Mientras lo hacíamos, bajo un cielo malva con una sola estrella, los niños prendieron unas antorchas en la cocina, y se fueron a explorar las tinieblas en los pisos altos. Desde la mesa oíamos sus galopes de caballos cerreros por las escaleras, los lamentos de las puertas, los gritos felices llamando a Ludovico en los cuartos tenebrosos. Fue a ellos a quienes se les ocurrió la mala idea de quedarnos a dormir. Miguel Otero Silva los apoyó encantado, y nosotros no tuvimos el valor civil de decirles que no.