que aporto a la tradicion la leyenda de el usurero de baratillo
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Dos o tres veces al día, cuando el hambre lo acosaba, bajaba la escalera de su casa.
Sólo así se habría el pesado zaguán, hermético por el resto de las 24 horas del día.
Rápidamente cambiaba unos centavos por atole y tamales o bien por nopales y tortillas, según la hora, y sin cruzar palabra con nadie, volvía otra vez a su encierro. La gran puerta de madera dejaba oír el crujido de sus herrajes oxidados, para continuar irremediablemente cerrada. Era el usurero del Baratillo, como lo llamaba la gente del pueblo.
Hombre enjuto, de mirada extraviada, blanco, estatura regular, bigote y barba que dejaban ver evidentemente un rostro sin afeitarse. Vestía pantalón negro y camisa que se suponía blanca en otros tiempos.
Este hombre eran tan rico, que por haber acumulado tan inmensa cantidad de monedas de oro perdió la razón. A toda hora del día y de la noche, según contaba la gente, se le escuchaba contar y recontar el dinero y gozar con el tintineo de las monedas que chocaban unas con otras, dejándolas caer sobre el colchón de su cama.