Ordena los hechos de manera cronológica.
El día que murió su padre, la tía Isabel Cobián perdió la fe en todo poder extraterreno. Cuando la enfermedad empezó ella fue a pedirle ayuda a la Virgen del Sagrado Corazón y, poco después al señor Santiago que había en su parroquia, un santo de aspecto tan eficaz que iba montado a caballo. Como ninguno de los dos se acomidió a interceder por la salud de su padre, la tía visitó a Santa Teresita que tan buena se veía, a Santo Domingo que fue tan sabio, a San José que sólo por ser casto debía tener todo concedido, a Santa Mónica que tanto sufrió con su hijo, a San Agustín que tanto sufrió con su mamá, y hasta San Martín de Porres que era negro como su desgracia. Pero ya que a lo largo de cinco días nadie había intercedido para bien, la tía Isabel se dirigió a Jesucristo y a su mismísimo Padre para rogar por la vida del suyo. De todos modos su papá murió como estaba decidido desde que lo concibieron: el miércoles 15 de febrero de 1935 a las tres de la mañana.
Entonces, para sorpresa de la tía Isabel, la tierra no se abrió ni dejó de amanecer, ni se callaron los pájaros que todos los días escandalizaban en el fresno del jardín. Sus hermanos no se quedaron mudos, ni siquiera su madre dejó de moverse con la suavidad de su hermoso cuerpo. Peor aún, ella seguía perfectamente viva a pesar de haber creído siempre que aquello la mataría. Con el tiempo, supo que la cosa era peor, que esa pena iba a seguirla por la vida con la misma asiduidad con la que seguían sus piernas.
Estaba guapo su papá muerto. Tenía la piel más blanca que nunca y las manos suaves como siempre. Cuando todos bajaron a desayunar, ella se quedó a solas con él y por primera vez en la vida no supo qué decirle. Nada más pudo acomodarse contra aquel cuerpo y poner sobre su cabeza las manos inertes del hombre que la engendró.
• Que idea tuya morirte - le dijo-. No te lo voy a perdonar nunca.
Y en efecto, nunca se lo perdonó.
Veinte años después, al ver un viejo pensaba que su padre podría estar tan vivo como él y sentía la necesidad de tenerlo cerca con la misma premura que al día siguiente del entierro.
A veces, en mitad de cualquier tarde, porque a su marido no le había gustado el pollo con tomate, porque a sus tres hijos les daba gripa al mismo tiempo, o porque sí, ella sentía una pena de navajas por todo el cuerpo y empezaba a maldecir la traición de su padre. Entonces arrancaba un berrinche como los que hacía de niña mientras él le recomendaba: “Guarda tus lágrimas para cuando yo muera, que ahora estoy aquí para solucionar lo que se te ofrezca”
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