Los dos halcones con un final distinto
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Adaptación del cuento anónimo
Había una vez un rey que vivía en un lejano país. Era bien conocido en todo el reino que era un gran amante de los animales, así que en cierta ocasión, recibió por su cumpleaños un regalo que le hizo muy feliz. Se trataba de dos simpáticas crías de halcón.
El rey se entusiasmó. Eran preciosas y parecían dos bolitas de algodón.
– ¡Qué suaves son! – dijo a su familia mientras las acariciaba – ¡Voy a hacer de ellas unas expertas cazadoras! ¡Que venga ahora mismo el maestro de cetrería!
En cuestión de minutos, un hombre bajito pero fuerte como un toro apareció en la sala. Era el maestro de cetrería más experimentado del reino. Su trabajo consistía en cuidar y amaestrar a los halcones del rey desde que nacían. El monarca confiaba plenamente en su trabajo, pues no había nadie que supiera más de aves que él en muchos kilómetros a la redonda.
– Acaban de regalarme estos dos halcones. Sé que los cuidarás y entrenarás con mimo – dijo el rey esbozando una sonrisa – Llévatelos y mantenme informado de su evolución.
– Así lo haré, majestad – respondió el experto haciendo una reverencia de despedida.
Pasado un tiempo, el maestro cetrero pidió audiencia con el rey y éste le recibió sentado en su trono de oro y terciopelo.
– Majestad, tengo algo muy importante que deciros. Verá… Llevo semanas cuidando sus nuevos halcones y procurando que aprendan el arte de volar. Los dos han crecido y están hermosos, pero sucede algo muy extraño. Uno de ellos vuela con destreza y gran rapidez, pero el otro no se ha movido de una rama desde el primer día.
– ¿Y a qué crees que se debe ese extraño comportamiento? – le consultó el rey poniendo cara de asombro.
– No lo sé, señor… Jamás había visto a un halcón comportarse así.
– Está bien, llamaremos a los mejores curanderos del reino para que hagan un diagnóstico y nos aconsejen- sentenció el monarca.
Y así fue. Hasta nueve sanadores pasaron por palacio para hacer una exploración del animal, pero ninguno encontró un motivo razonable que explicara por qué el ave se negaba a moverse del árbol. El rey tomó entonces la decisión de ofrecer una buena recompensa a la persona que fuera capaz de hacer volar a su halcón.
Al día siguiente un rayo de sol entró por la alcoba del rey mientras dormía plácidamente en su enorme cama. La luz se reflejó en su cara y le despertó. Con los ojos todavía entrecerrados, se asomó a la ventana como cada día para ver amanecer. A lo lejos distinguió la figura de un ave que se acercaba batiendo sus alas para acabar posándose en el alféizar junto a él ¡El halcón miedoso había volado y le miraba con sus curiosos ojitos! ¡Qué alegría! Descalzo y en pijama corrió hacia la puerta de palacio. Salió afuera y encontró al maestro cetrero charlando con un joven campesino que sujetaba su sombrero junto al pecho. El rey le miró fijamente.
– ¿Has sido tú quien ha conseguido el milagro, muchacho?
El campesino se puso rojo como un tomate y contestó con timidez.
– Sí, señor – dijo bajando la cabeza.
– ¡Fantástico! ¿Cómo lo has hecho? ¿Acaso tienes poderes o algo así?
– No, majestad, nada de eso. Sólo corté la rama y el halcón no tuvo más remedio que abrir sus alas y echar a volar.
El rey comprendió que el miedo a lo desconocido a menudo nos paraliza, nos hace aferrarnos a lo que ya tenemos, a lo que consideramos seguro, y eso nos impide volar libres. Ahora veía claro que, al igual que el miedoso halcón, todos somos capaces de hacer más cosas de lo que pensamos y que es cuestión de tener confianza en nosotros mismos.
El rey respiró hondo y agradeció al campesino su importante enseñanza. Le entregó una buena recompensa y le invitó a sentarse con él en el jardín, a contemplar el magnífico vuelo de sus dos halcones.
Los dos halcones del rey
(c) CRISTINA RODRÍGUEZ LOMBA
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