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El gallo de la veleta, recortado en una chapa de hierro que se cantea al viento sin moverse y que tiene un ojo sólo que se ve por las dos partes, pero es un solo ojo, se bajó de la casa y se fue a las piedras a cazar lagartos. Hacía luna, y a picotazos de hierro los mataba. Los colgó al tresbolillo en la blanca pared de levante que no tiene ventanas, prendidos de muchos clavos. Los más grandes los puso arriba y cuanto más chicos, más abajo. Cuando los lagartos estaban frescos todavía, pasaban vergüenza, aunque muertos, porque no se les había aún secado la glandulita que segrega el rubor, que en los lagartos se llama 'amarillor', pues tienen una vergüenza amarilla y fría.
Pero andando el tiempo se fueron secando al sol, y se pusieron de un color negruzco, y se encogió su piel y se les arrugó la cola, se les dobló hacia el mediodía, porque esa parte se había encogido al sol más que la del septentrión, adonde no va nunca. Y así vinieron a quedar los lagartos con la postura de los alacranes, todos hacia una misma parte, y ya, como habían perdido los colores, y la tersura de la piel, no pasaban vergüenza.
SÁNCHEZ FERLOSIO, R. Alfanhuí.
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