en qué se diferencia el imperio ruso de otros países europeos
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Respuesta:
I Desde el reinado de Pedro el Grande y la fundación de San Petersburgo (su “ventana a Occidente”) en 1703, los rusos cultos han mirado a Europa como su ideal de progreso e ilustración. San Petersburgo era algo más que una ciudad, era un vasto, casi utópico proyecto de ingeniería cultural que aspiraba a refundar al ruso como un hombre europeo. Todo en la nueva capital estaba concebido para alentar a los rusos a adoptar un estilo de vida más europeo. Pedro obligó a sus aristócratas a afeitarse aquellas barbas “rusas” (señal de devoción en la fe ortodoxa), copiar la forma de vestir occidental, construir palacios con fachadas clásicas y adoptar las costumbres y los hábitos europeos, incluida la integración de la mujer en la sociedad. A comienzos del siglo xix, gran parte de la nobleza hablaba el francés mejor que el propio ruso. El francés era la lengua de los salones y, por aquella época, los préstamos de este idioma se hicieron un hueco en el afrancesado lenguaje literario de autores rusos como Aleksandr Pushkin (1799-1837) y Nikolái Karamzín (1766-1826).
Los occidentalistas de Rusia buscaban siempre la aprobación de Europa y ser reconocidos como iguales
Para la intelectualidad rusa, “Europa” no era simplemente un lugar, era un ideal: una región de la mente que ellos habitaban merced a su educación, su lenguaje y su actitud en general. “En Rusia existíamos tan solo en un sentido material”, recordaría el escritor Mijaíl Saltykov-Shchedrín (1826-89). “Íbamos a la oficina, escribíamos cartas a nuestros parientes, cenábamos en restaurantes, conversábamos los unos con los otros y cosas por el estilo. Pero, espiritualmente, todos éramos habitantes de Francia”. Los occidentalistas de Rusia se identificaban como “rusos europeos”, buscaban siempre la aprobación de Europa y deseaban ser reconocidos como iguales por ella. Por ese motivo, sentían cierto orgullo de las hazañas del Estado imperial, más grande y poderoso que ningún otro imperio europeo, y de la civilización petrina y su misión de conducir a Rusia hacia la modernidad. Sin embargo, al mismo tiempo eran plenamente conscientes de que Rusia no era “Europa” –jamás se aproximaba a tan alto ideal– y tal vez nunca llegara a ser parte de ella.
Cuando viajaban a Europa occidental, los rusos eran conscientes de que se los trataba como inferiores. En sus Cartas de un viajero ruso, Karamzín logra transmitir la inseguridad que a muchos rusos les producía su identidad europea. Dondequiera que fuera, había de recordar la imagen atrasada de Rusia que anidaba en la mente de los europeos. De camino a Königsberg, a dos alemanes les “sorprendió comprobar que un ruso pudiera hablar lenguas extranjeras”. En Leipzig, los profesores se referían a los rusos como “bárbaros” y no podían creer que tuvieran sus propios escritores. Los franceses eran aún peores, pues a su condescendencia hacia los rusos como estudiantes de su cultura había que sumar su desprecio por ellos como “monos que solo saben imitar”. A medida que Karamzín viajaba por Europa, lo invadía la sensación de que los europeos tenían una forma distinta de pensar, que tal vez los rusos solo se hubieran europeizado superficialmente: los valores y la sensibilidad europeos aún no habían penetrado en su universo mental. Las dudas de Karamzín eran compartidas por numerosos rusos educados que se esforzaban por definir su “europeidad”. En 1836, al filósofo Piotr Chaadaev (1794-1856) le desesperaba que los rusos solo acertaran a imitar a Occidente: eran incapaces de interiorizar sus principios morales esenciales.
Los eslavistas tenían su origen en la reacción nacionalista a la imitación ciega de la cultura europea