Historia, pregunta formulada por ulisesomar1077, hace 4 meses

casa tomada que es lo que mas siente perder el protagonista por haber quedado el la parte de atras de la casa​

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Contestado por Rigs404
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Respuesta:

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la

más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo

paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir

ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso

de las once yo -le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina.

Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos pocos

platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos

bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos.

Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que

llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el

nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada

por los bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se

quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor,

nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto

del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen

cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas

siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces

tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en

la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los

sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y

nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y

preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a

la Argentina.

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