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La publicación no lo es todo.
Casi desde el mismo momento en que se fundó la República, en 1830, fue la banca privada y de manera especial la guayaquileña, la que financió todos los gastos del Estado, proporcionándole al erario nacional los fondos necesarios para poder cubrir sus obligaciones.
Para financiar el presupuesto nacional, los gobernantes recurrían a la banca privada a la que exigían empréstitos so pena de ser clausurados o sus fondos confiscados.
Y esto tenía una razón de gran peso: en esa época no existían instituciones financieras como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo, la Corporación Andina de Fomento y muchas otras que en la actualidad financian al Estado ecuatoriano.
En esos años, para poder construir carreteras, puentes, hospitales, etc. los gobernantes ecuatorianos debían recurrir a los bancos privados, que fueron, en definitiva, quienes aportaron con sus capitales para empezar a construir la infraestructura del país.
Con esos antecedentes, al llegar 1924 las deudas que el Estado había adquirido con la banca costeña -y especialmente con el Banco Comercial y Agrícola que presidía don Francisco Urbina Jado- se habían convertido en impagables. Con dineros de la banca privada se financiaba la obra pública, se pagaba los sueldos de la burocracia, y se cubrían todos los gastos que el Estado realizaba o debía realizar. Y ese dinero, en su mayor parte, era dinero de Guayaquil.
La situación económica del Estado se agravaba entonces por la gran emisión de billetes sin respaldo en oro que -para poder cubrir estos empréstitos- había emitido dicho banco con autorización del gobierno de turno, contando para el caso con una ley monetaria que lo favorecía en todos los aspectos. Situación similar a la que se viviría posteriormente con las emisiones inorgánicas que de tanto en tanto haría -con el mismo propósito- el felizmente desaparecido Banco Central del Ecuador, que nacería precisamente de la revolución Juliana.
El ejemplo del Banco Comercial y Agrícola fue seguido por otras instituciones bancarias del país, que comprendieron que no había negocio más lucrativo que emitir billetes y concedérselos en préstamo, inmediatamente, al gobierno. Se abrieron entonces las llaves crediticias de la banca privada de todo el país que empezó a emitir sus propios billetes, desde el valor de un sucre en adelante.
Pero esta situación de financiamiento económico también le había dado a Guayaquil -y especialmente a don Francisco Urbina Jado- un gran poder político que se reflejaba en el hecho que, desde las candidaturas para Presidente de la República, para senadores y diputados, hasta los nombramientos de los Ministros de Estado, generalmente impuestos desde las altas esferas del gobierno, debían ser conocidos y aprobados previamente por el poderoso banco.
Así estaba la política financiera del Ecuador, cuando el 1 de septiembre de 1924 ascendió a la Presidencia de la República el Dr. Gonzalo S. Córdova R., quien llegó al poder en momentos en que el pueblo ecuatoriano empezaba a sentir los efectos de una desestabilización económica de características alarmantes, producto del exceso de circulante que no tenía el debido respaldo de oro, y lo que es peor, cuando el pueblo estaba resuelto a no soportar más una elección presidencial basada en el apoyo de las bayonetas, el oficialismo y el poder económico.
En estas circunstancias, el pueblo organizado desató una fuerte y constante oposición al gobierno reclamándole mayor atención a los problemas laborales y exigiendo sustanciales reformas al sistema económico imperante.
Pero el Estado no podía resolver los problemas económicos que había heredado, pues lo primero que debía hacer era cancelarle a la banca privada los créditos que esta le había otorgado, y definitivamente no había dinero.
Era necesario encontrar una fórmula para eliminar a la banca acreedora -de manera especial a la guayaquileña, que era la más sólida y en base a eso ejercía gran poder económico y político- eliminando de paso la obligatoriedad de pagar las deudas contraídas. Solo así sería posible hacer desaparecer una deuda que a principios de 1925 ascendían nada menos que a la cantidad de 36 millones de sucres, cifra que excedía en mucho a la suma de las reservas de todos los bancos guayaquileños.
Así las cosas, el 9 de julio de 1925 estalló en Guayaquil una sublevación de militares jóvenes quienes, bajo la jefatura del Myr. Idelfonso Mendoza Vera, apresaron a las autoridades y constituyeron una Junta Militar de Gobierno. No se derramó ni una sola gota de sangre, pues los generales y oficiales mayores no opusieron resistencia y el pueblo, entusiasmado, se lanzó a las calles para aplaudir y respaldar ruidosamente a los ideólogos de dicho movimiento. En Quito el golpe fue dirigido por el Gral. Francisco Gómez de la Torre, el único de esa graduación que había tomado parte activa en la conspiración.