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El otoño
Esta mañana sorprendí a mi nieto mirando por la ventana con la mirada perdida. No me oyó entrar. Al verlo tan ensimismado preferí no interrumpir sus pensamientos y esperar. Tal vez, pensé, algo de lo que está viendo le esté descubriendo una parte nueva de la vida y más tarde me pregunte. Afuera, el viento, arrancaba las hojas de los árboles y las briznas de un nido abandonado. Ya no había flores. Las hojas secas formaban remolinos en el suelo en un baile incesante y casi todo el jardín había cambiado de color. Tiene siete años; es normal que todo eso llame su atención, me dije. Su cabecita rubia, de tanto en tanto, negaba algún pensamiento. A saber si no llora tanta pérdida, tanto color borrado de sus retinas, tanto sol ausente. Estará preguntándose, qué se ha hecho de los castillos de arena que hicimos juntos, era lo que ocupaba todo nuestro tiempo. Y, de pronto, sin volverse, advertido desde hacía rato de mi presencia dijo:
―Abuelo, ¿sabes qué?, no me gusta el otoño.
―¿Y eso?¿Cómo dices eso? –contesté enseguida―. El otoño es bonito, hay membrillos, manzanas, ¡higos, que te gustan tanto!…
―Sí, abuelo, pero hay que volver al cole.