un cuento corto con narrador onniciente
Respuestas a la pregunta
Lo primero en lo que pensó ese día es que debía regresar del exilio. Había pasado mucho tiempo fuera. Los motivos que lo llevaron a alejarse se habían diluido con el tiempo y tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para desenterrarlos. No era un opositor político, ni un guerrillero, ni mucho menos un criminal. Simplemente el entorno cotidiano le había comenzado a resultar muy doloroso y había tenido que irse para poder seguir viviendo.
Su esposa, su preciosa hija, se habían ido completamente de su vida. Unos segundos de distracción y un autobús urbano había chocado de frente contra el auto en el que viajaban. El único consuelo es que habían muerto instantáneamente. Su hija no parecía muerta sino dormida. Su esposa había conservado esa hermosa ingenuidad en el rostro, aunque el pecho le había quedado destrozado. Luego del accidente, la casa, las calles, la iglesia, los parques, cines, centros comerciales… hasta el aire se las recordaba dolorosamente.
Por eso había decidido irse muy lejos, a un país extraño donde todo fuera diferente. Ahí no habían autos, las mujeres caminaban pudorosamente cubiertas, el idioma era ininteligible y la comida repugnantemente diferente. Era difícil vivir ahí, pero necesario. No había lugar para los recuerdos, porque todo era nuevo.
No obstante, así como todo se había ido yendo de su mente con el paso de los años, después de hacer muchos amigos, de aprender a saborear la comida y a disfrutar las bebidas, canciones, danzas y lamentos de ese pueblo otrora tan extraño, había sentido la necesidad de regresar al lugar de donde había venido. No fue algo de lo que pudiera darse cuenta, sino una ligera percepción que fue creciendo paulatinamente y que únicamente se presentó cuando había madurado: Tenía que regresar del exilio…
Se fue despidiendo de sus amigos en esa lengua que ahora le sonaba tan dulce. Hicieron una fiesta en su honor en que bailaron las mujeres más bellas de la región. Se había ganado el cariño y el afecto de todos porque no había ido a quitarles nada, sino a darles todo. Sus mujeres, hermanas e hijas habían crecido junto a él y nunca les había faltado al respeto de modo alguno. Al contrario, había sido como un verdadero padre para muchas de ellas. Eso no tenían con qué pagarlo, por eso le daban una despedida inolvidable.
Regaló la mayor parte de sus cosas y se fue con una maleta más pequeña de la que había traído. Ese día, los pastores de los alrededores juntaron los rebaños para decirle adiós y las mujeres lloraron al verlo irse en la caravana de los camellos. Era un nuevo adiós, era un nuevo exilio de todo aquello que él ahora amaba.
El galeno dejó lo que hacía y se dirigió con pasos rápidos a donde la enfermera lo llamaba. La mujer verificaba asustada los signos vitales del enfermo.
— ¿Qué pasa? —preguntó sin entender cuál era la novedad.
Por toda respuesta la mujer le mostró la cara del hombre al que atendía: tenía los ojos muy abiertos y los miraba perplejo. El asombro del médico fue mayor que el del paciente. Rápidamente procedió a examinarlo. El enfermo lo seguía mirando como si fuera un ser salido de una terrible pesadilla.
— Tranquilo. Soy el doctor Ernesto de la Fuente, su médico. Está usted en un hospital y está despertando de un coma profundo de varios años
Aturdido, cerró nuevamente los ojos y comprendió que por fin había regresado del exilio…