¿En qué horizonte avizoramos a América latina cuando hablamos de ella como el "continente de la esperanza"? ¿Cuál es la base de esta espléndida promesa? ¿Cuáles son las fortalezas con que sale a su encuentro esta cultura latina o hispánica, animada según se dijo en la Conferencia de Puebla, por un "real sustrato católico"? ¿Cuáles son por su parte las debilidades que la alejan de ella? 1
Registramos a este respecto, en lo inmediato, como uno de sus desafíos más serios, una doble circunstancia: de una parte constatamos que la llamada evangelización fundante no ha desplegado en su andar, ya cinco veces centenario, toda su fuerzas y posibilidades2; por otra, verificamos el creciente secularismo que abraza a todo el mundo cristiano, incluido desde luego el continente americano de norte a sur.
A ninguno puede ocultarse, a este último propósito, el empeño sistemático y organizado que ha tomado cuerpo universalmente, de construir una sociedad sin Dios y de desplegar una virtual cultura "tamquam si Deus non esset", como si Dios no existiese.
A la amenaza de una destrucción total que se cernía sobre la humanidad contemporánea por causa del enfrentamiento ideológico que dividió al mundo a lo largo de todo el siglo XX -y a pesar de la superación de no pequeños obstáculos inherentes a aquella situación- ha venido a sucederle un estado de fuerte incertidumbre en el camino a seguir, caracterizado principalmente por la ausencia de válidos proyectos culturales capaces de dar respuesta a las aspiraciones más profundas del corazón humano.
No parece una cuestión objetable, por ejemplo, afirmar que el sistema de libre mercado, aplicado con equilibrio y sentido de justicia, sea en este momento una herramienta poderosa para el bienestar de los pueblos. Asimismo, que la ampliación y consolidación de las libertades públicas -materia ésta que ha motivado tantas y arduas discordias en el ámbito latinoamericano- constituya un gran bien social. No obstante, el mismo reduccionismo inmanentista que afectaba a la confrontación ideológica hasta los años ochenta, con su poderosa carga de utopismo, parece haberse trasladado al contexto cultural del presente.
A diario y con simpleza sorprendente, se confunde así libertad con permisividad o se sospecha o directamente se demoniza cualquier limitación a ésta. Aquellos, por su parte, que ayer se alineaban en el bando que postulaba que todo control que fallara exigía la aplicación inmediata de otro control más drástico, hoy afirman, frente a cualquier limitación de la libertad que consideren un obstáculo a sus planes -con idéntico e incorregible automatismo ideológico-- la necesidad urgente de nuevas y siempre más amplias libertades.