tipos de miradas en el concepto de identidad
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Desde el mundo de la psicología se sabe que la mirada del otro hace a la constitución de la identidad personal, a la autoimagen y autoestima.
El enigma de la entidad, su problemática definición y delimitación, constituye una temática que ha obsesionado a pensadores de todas las épocas. No hay identidad sin alteridad, postulan algunos.
¿Y eso qué significa? Pues que el fundamento de mi ser, lo que soy yo, descansa en gran medida en la mirada ajena. ¿El Otro me da el ser, acaso? La cuestión está muy presente en los escritos de Jorge Luis Borges.
El gran escritor argentino ha dicho al respecto: “Todos nos parecemos a la imagen que tienen de nosotros”. De esta manera sugiere, en sentido fuerte, que somos extremadamente vulnerables a la mirada de los demás.
“Yo sentía el desprecio de la gente y yo me despreciaba también”, relata Borges en el “Indigno”, revelando que es tal la dependencia con los demás, que éstos tienen la capacidad, con su mirada, de hacernos incluso infelices.
Estas observaciones no harían sino confirmar la idea según la cual el hombre es un ser relacional, que depende ontológicamente de los demás, aunque sin perder su propia mismidad o autonomía.
¿Muchas veces, por caso, no necesitamos confirmar nuestra voluntad libre frente a la presión del entorno? Como sea la vida enseña que la identidad individual se fragua en contacto con los otros, y habrá quienes sean más susceptibles a esa influencia.
La mayoría de los psicólogos por ejemplo sostienen que la mirada de los padres, sobre todo de la madre, construye la autoestima de los hijos. Otros van más allá, señalando que esa mirada en el fondo hace existir.
De ahí el drama de la orfandad, vista como una carencia entitativa ante la falta de la mirada amorosa y atenta de los padres. Se suele decir, por lo demás que no darle existencia a alguien es no mirarlo, es decir ignorarlo.
En psicología y pedagogía se habla del “efecto Pigmalión” en alusión a la importancia que tiene en la vida de las personas la confianza que depositan en ellas los otros.
Esa confianza provoca lo que se conoce como “profecía autocumplida”, es decir determinada creencia o expectativa de comportamiento, determinada predicción, acaba cumpliéndose en los hechos.
El origen de este efecto se remonta a una historia del romano Ovidio (siglo I a.C.), en el libro X de Metamorfosis, donde cuenta que el rey de Chipre, de nombre Pigmalión, buscaba a una mujer muy bella y perfecta para casarse con ella, pero como no la encontraba le pidió a un escultor que hiciera una estatua.
El artista hizo a Galatea, una estatua tan lograda que Pigmalión se enamoró de ella. Mediante la intervención de Afrodita, la diosa del amor, el rey soñó que Galatea cobraba vida, hasta que finalmente eso ocurrió en la realidad.
El mito de Pigmalión en la cultura, por tanto, revela que cuando nosotros creemos en alguien realizamos un acto creativo en él, haciendo como en la historia de Ovidio que las piedras cobren vida.
La expectativa que me hago del otro puede tener en él un efecto negativo o positivo, dependiendo del tipo de influencia. Según el tipo de mirada, en unos casos puede aumentar la autoestima y en otros hacerla desaparecer.
En el mundo escolar se ha demostrado, en varios experimentos, cómo las expectativas de un profesor pueden incidir en el rendimiento de un alumno. Los chicos que son vistos como listos, actúan acorde con esa expectativa; a la inversa, si los docentes creen que algunos niños no aprenderán, porque no son capaces, serán malos alumnos.
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