Texto argumentativo sobre ¿todas las personas tenemos un precio?
Respuestas a la pregunta
Respuesta:
Una cuestión de valores
Los ciudadanos hemos perdido la confianza en nuestros representantes políticos. Asistiendo atónitos al desvelamiento de lo que parece ha sido habitual durante los años de bonanza (dinero negro, tráfico de influencias, escuchas ilegales) la impresión de que todo se compra y todo se vende es difícilmente resistible. ¿Tenemos todos un precio? ¿Somos corruptos por naturaleza?
Ni científicos ni filósofos se ponen de acuerdo acerca de las características que definen nuestra naturaleza, ni siquiera acerca de si hay una tal naturaleza humana. Es improbable pues que a la cuestión de si la inclinación a la corrupción forma parte de esa hipotética esencia pueda darse una respuesta definitiva. Afortunadamente, esa respuesta no es ni necesaria, ni iluminadora. Que algo forme parte de nuestra naturaleza no lo convierte en aceptable. Quizá como homínidos seamos proclives a la violencia, pero eso no significa que debamos cultivarla. Ligar la corrupción a nuestra naturaleza no deja de ser una excusa para eliminar o rebajar la responsabilidad. Y, sin embargo, ser responsables de nuestros actos es lo que nos hace seres racionales, independientemente de lo que esté en nuestro código genético.
Una mirada sosegada a lo que somos, a lo que hacemos y a lo que hemos conseguido puede ayudar a contrarrestar el efecto de los casos de corrupción en la imagen que tenemos de nosotros mismos. Los datos brutos con los que convivimos cada día muestran que mayoritariamente no estamos dispuestos a traicionar creencias o principios a cambio de bienes materiales o posición social. En este asunto de la corrupción, como en muchos otros, la obsesión por los árboles ocultan las características del bosque.
No todo el mundo puede tener un precio: para ello se requiere acceso a bienes sensibles, materiales o inmateriales, con los que traficar. Los políticos son un colectivo con ese acceso pero no el único. Personal sanitario, personal docente, empleados de la administración de justicia, periodistas, empleados de hacienda, empresarios y asalariados de muchos tipos tienen cotidianamente en sus manos las vidas y el bienestar de la ciudadanía. La honorabilidad continuada de estas personas anónimas es mucho más relevante para el funcionamiento de la sociedad que las actuaciones, honestas o no, de los políticos. Que nuestros hijos posean conocimientos y valores, que los delincuentes acaben ante los tribunales, que la justicia siga su curso a pesar de presiones y obstáculos, que nuestra calidad de vida se mantenga incluso durante la enfermedad, todo esto sucede gracias a que muchos profesionales cumplen cabalmente con su obligación a cambio de salarios modestos. No, no todo el mundo se vende. Tener acceso no es suficiente, se necesita además tener voluntad de usarlo de manera ilícita en beneficio propio.
La corrupción es especialmente reprobable en representantes políticos que, siendo trabajadores como los demás, son los depositarios de nuestra confianza. No tienen que ser los mejores (¿mejores que quién?, ¿mejores en qué?). Tan solo tienen que ser buenos profesionales, como el resto de nosotros. Hay que acabar con la idea de que los políticos constituyen una casta especial. La impunidad con la que se ha conducido parte de la clase política se explica parcialmente por la autoconciencia aristocrática que han desarrollado y que los demás hemos permitido. Incluso en épocas como la que estamos viviendo, hay quien insiste en que están mal pagados: salarios más altos garantizarían el reclutamiento de “los mejores” y los mantendría alejados de la corrupción. Este argumento es falaz e insultante. Es falaz porque supone que el dinero vacuna contra la codicia. Es insultante porque asume que los que vivimos de sueldos corrientes, la inmensa mayoría de las personas que aún trabajamos, somos profesionales mediocres. Nada de esto es verdad.
La generación de jóvenes investigadores que estamos regalando a Alemania es un ejemplo claro de preparación y desprendimiento. Y hay ejemplos a cientos en hospitales públicos, en las aulas, en la administración, en las empresas, donde los trabajadores cumplen con su obligación a pesar de los recortes en presupuesto y salarios.
Dejémonos de debates metafísicos acerca de la corrupción y exijamos lo obvio: ser todos iguales en cuanto a derechos y deberes. Los ciudadanos no tienen muchos motivos para enorgullecerse de su clase política, pero la clase política bien puede estar orgullosa de unos ciudadanos que mantienen la cordura, el compromiso y la solidaridad necesarias para que la vida siga. Los valores de los que la sociedad civil está haciendo gala no tienen precio, como tampoco lo tienen las personas que están detrás. Se dice que en tiempos difíciles los humanos somos capaces de lo mejor y lo peor. Lo estamos viendo todos los días.
María José Frápolli
Catedrática de Lógica y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Granada
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