Situación inicial de la leyenda DE LA TRADICIÓN DE SAN FRANCISCO por favor!!!
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Hay en mi vieja y original ciudad de San Francisco de Quito, la capital Shyri, una iglesia pétrea, antigua, de estilo primoroso, con altas torrecillas en forma piramidal. El gusto arquitectónico de su fachada, es al decir de los entendidos, ecléctico.
Aquel templo colonial, levantado a impulsos de la fe, es un prodigio de arte; con su severidad y su aire de misterio. Al frente del templo, está el prodigio del atrio, y luego la plaza, extensa y desmantelada.
Hay una tradición popular y nebulosa a cerca de cómo se construyó el mencionado atrio...
Elevado como tres metros del nivel de la plaza, de piedra maravillosamente acomodada, es una joya y un encanto. Anchísimo, (de unos 15 metros de latitud por 80 de longitud) y amplio, está limitado por "repecho sólido y elegante", tallado con admirable ingenio. Enormes esferas de piedras se destacan sobre el atrio, airosas, y tres series de gradas conducen hasta la parte superior de él. Las dos laterales miden, la una como veinte o más metros de largo; y dos, la opuesta. Al centro, se destaca una magnífica media naranja, prodigiosa y elegante. Y más allá se distingue, como visión señorial y austera de los tiempos feudales, la fachada sobria de la iglesia. La obra es casi sobrehumana; de ahí que la fantasía popular haya dispuesto alrededor de la edificación de este milagro de arquitectura una leyenda bella y rara, que bien se acomoda al espíritu fantaseador de los quiteños.
Lentos corrían los tiempos monótonos de la colonia. Un indiano llamado Cantuña, impulsado quizá por la sed de oro o el ansia de grandeza, acometió la singular locura de firmar solemne compromiso para construir el atrio grandioso. Terminaba ya el plazo; y la obra estaba a la mitad. Con el esfuerzo humano era imposible acabar la construcción en el tiempo sobrante aún. Loco de dolor, jadeante, consumido por la fiebre y por los temores, Cantuña se debatía en su estancia: faltaban dieciocho horas para vencerse el plazo.
Los sueños de dicha, de grandeza que alimentara el pobre indiano, se iban abajo ante la realidad terrible. Pronto debería estar sumido en las tinieblas de una cárcel; con el sarcasmo de las gentes encima. El orgullo innato en el indio le devoraba.
Moría la tarde lujuriosa en un crepúsculo de fuego. Las campanas de las escasas iglesias llamaban con sonoridad a la oración de la tarde; flotaba un aroma campesino y puro. Desiertas iban quedando las callejas, tortuosas y sin empedrar. La poca gente se dirigía al templo, o, presurosa, a encerrarse en el hogar.
Aquel templo colonial, levantado a impulsos de la fe, es un prodigio de arte; con su severidad y su aire de misterio. Al frente del templo, está el prodigio del atrio, y luego la plaza, extensa y desmantelada.
Hay una tradición popular y nebulosa a cerca de cómo se construyó el mencionado atrio...
Elevado como tres metros del nivel de la plaza, de piedra maravillosamente acomodada, es una joya y un encanto. Anchísimo, (de unos 15 metros de latitud por 80 de longitud) y amplio, está limitado por "repecho sólido y elegante", tallado con admirable ingenio. Enormes esferas de piedras se destacan sobre el atrio, airosas, y tres series de gradas conducen hasta la parte superior de él. Las dos laterales miden, la una como veinte o más metros de largo; y dos, la opuesta. Al centro, se destaca una magnífica media naranja, prodigiosa y elegante. Y más allá se distingue, como visión señorial y austera de los tiempos feudales, la fachada sobria de la iglesia. La obra es casi sobrehumana; de ahí que la fantasía popular haya dispuesto alrededor de la edificación de este milagro de arquitectura una leyenda bella y rara, que bien se acomoda al espíritu fantaseador de los quiteños.
Lentos corrían los tiempos monótonos de la colonia. Un indiano llamado Cantuña, impulsado quizá por la sed de oro o el ansia de grandeza, acometió la singular locura de firmar solemne compromiso para construir el atrio grandioso. Terminaba ya el plazo; y la obra estaba a la mitad. Con el esfuerzo humano era imposible acabar la construcción en el tiempo sobrante aún. Loco de dolor, jadeante, consumido por la fiebre y por los temores, Cantuña se debatía en su estancia: faltaban dieciocho horas para vencerse el plazo.
Los sueños de dicha, de grandeza que alimentara el pobre indiano, se iban abajo ante la realidad terrible. Pronto debería estar sumido en las tinieblas de una cárcel; con el sarcasmo de las gentes encima. El orgullo innato en el indio le devoraba.
Moría la tarde lujuriosa en un crepúsculo de fuego. Las campanas de las escasas iglesias llamaban con sonoridad a la oración de la tarde; flotaba un aroma campesino y puro. Desiertas iban quedando las callejas, tortuosas y sin empedrar. La poca gente se dirigía al templo, o, presurosa, a encerrarse en el hogar.
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