Seguro de sí mismo, el conservatismo se dividió entre dos candidatos: un
general y un poeta. Y los liberales decidieron tentar suerte con el nombre de
Enrique Olaya Herrera, que despertó un gigantesco respaldo popular
completamente inesperado, pues llevaba casi diez años ausente del país:
nada menos que como embajador en Washington de los sucesivos gobiernos
conservadores. Olaya desembarcó en Barranquilla y se vino río Magdalena
arriba echando discursos diluviales y dando vivas al gran Partido Liberal en
cada puerto y en cada plaza de pueblo hasta llegar a Bogotá. Y arrasó en las
elecciones. Bajo la modorra de la Hegemonía un crucial dato demográfico
había cambiado: en treinta años se había casi duplicado la población del país,
y la proporción entre la rural y la urbana se había transformado radicalmente. Lo cual, empujado
por la crisis económica que disparó el desempleo en las nacientes industrias citadinas y en las obras
públicas financiadas a debe con empréstitos extranjeros, desembocó en un vuelco electoral: los
conservadores perdieron votos en el campo y los liberales los ganaron en las ciudades. Y tal vez por
primera vez en la historia de la república tuvieron estos las mayorías electorales legítimas, sin
necesidad de recurrir al fraude como en la época del Olimpo Radical.
Aún más sorprendente fue la reacción del Partido Conservador en el poder: lo entregó mansamente,
en la transición más pacífica y menos accidentada que se había visto en los últimos cien años, sin
conato de guerra civil ni tentativa de golpe de Estado, desde los tiempos del general Santander.
Pero a poco andar empezó la violencia partidista en los pueblos de los Santanderes, al tiempo que
en las ciudades crecía la agitación social, alentada por el desempleo e incluso el hambre urbana
provocados por la Gran Depresión. El ministro de Hacienda —el conservador Esteban Jaramillo— lo
resumiría más tarde: “Rugía la revolución social, que en otros países no pudo conjurarse”. (Porque
el gobierno de Olaya, aunque teóricamente liberal, tenía participación de los conservadores:
respondía a la fórmula de colaboración tantas veces repetida desde el presidente Mallarino a
mediados del siglo XIX, esta vez bajo el nombre de “Concentración Nacional”). Y a conjurar esa
revolución social en Colombia contribuyó en mucho la irrupción inesperada de una guerra fronteriza
con un país vecino, también la primera en un siglo, que paradójicamente trajo estabilidad interna.
Tropas del ejército peruano invadieron Leticia, sobre el río Amazonas, y en las fronteras selváticas
murieron unos pocos soldados peruanos y colombianos; pero en Colombia se unieron en una misma
exaltación nacionalista los partidos y las clases sociales. Hasta Laureano Gómez, el nuevo y belicoso
caudillo conservador, implacable crítico del gobierno de Olaya (del que venía de ser embajador en Alemania), se unió al coro patriótico: “¡Paz! ¡Paz en lo interior —clamó en el Senado— ¡Y guerra!
¡Guerra en la frontera contra el enemigo felón!”.
Poco más tarde, cuando se hizo la paz en la frontera, Gómez denunciaría violentamente al gobierno
Por haberla hecho, y volvería a desatarse la guerra en lo interior. Porque los éxitos locales e
Internacionales de Olaya habían abierto el camino para el gobierno de Partido Liberal homogéneo,
Un gobierno resueltamente “de partido”, que a continuación iba a encabezar Alfonso López
Pumarejo: el ambicioso gobierno de la Revolución en Marcha.
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