Revolución Libertadora argentina
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La Revolución Libertadora es el nombre con el cual se conoce a la dictadura cívico-militar que gobernó la República Argentina tras haber derrocado al presidente constitucional Juan Domingo Perón,1 clausurando el Congreso Nacional, depuesto a los miembros de la Corte Suprema, a las autoridades provinciales, municipales y universitarias y puesto en comisión a todo el Poder Judicial23 mediante un golpe de Estado iniciado el 16 de septiembre de 1955 y que, tras más de dos años, hizo traspaso de gobierno al presidente electo Arturo Frondizi, el 1 de mayo de 1958, quien sería derrocado en 1962.
El general de división Eduardo Lonardi, líder del golpe, asumió el 23 de septiembre de 1955 y fue sustituido el 13 de noviembre por Pedro Eugenio Aramburu, mediante un golpe palaciego. Ambos gobernaron como autoridades supremas atribuyéndose el título de Presidente de la Nación.
Esta dictadura suele ser conocida entre sectores peronistas como Revolución Fusiladora debido a los militares y civiles fusilados por orden del dictador Aramburu con motivo del intento de levantamiento encabezado por el general Juan José Valle.456 En menos de 48 horas, civiles y militares fueron fusilados en Lanús, La Plata, José León Suárez, Campo de Mayo, la Escuela de Mecánica del Ejército y la Penitenciaria Nacional. Para la noche del 11 de junio de 1956, los ejecutados ascendían a 16 militares y 13 civiles.7
Aramburu derogó mediante una proclama militar la Constitución Nacional vigente y repuso el texto constitucional de 1853, con las reformas de 1860, 1866 y 1898. Poco después, el régimen organizó bajo su control, mediante elecciones condicionadas, una Convención Constituyente que convalidó la decisión y agregó el artículo 14 bis.
Explicación:
Respuesta:
La oposición activa contra Perón comenzó a gestarse hacia 1951, cuando sectores cívico-militares autodenominados Comandos Civiles desarrollaron acciones de sabotaje que si bien hicieron más ruido que daño, constituyeron un síntoma temprano de lo que tomaría cuerpo cuatro años más tarde, cuando el 16 de junio de 1955 se produjo el fallido bombardeo a Plaza de Mayo con la intención de matar a Perón. Fracasada la intentona golpista y tras la revancha incendiaria del mismo 16 a la noche, la crisis se encaminó por un laberíntico proceso de diálogo con las fuerzas de la oposición para impedir una confrontación de impredecibles consecuencias.
La censura parecía quedar atrás y los más importantes representantes del antiperonismo organizado vieron abiertas por primera vez en años los medios de difusión estatales para expresar sus ideas y propuestas. El cambio de actitud del gobierno, según señalan numerosos observadores, tenía una base férreamente fundada: los mandos del Ejército que lo habían salvado del derrumbe total cuando la intentona del 16 de junio, le habían impuesto ahora una tutela que el presidente debía aceptar a rajatabla.
Perón ofreció a la Iglesia que fuera el Estado quien costeara la restauración de los templos destruidos, a la vez que hacía rodar las cabezas políticas del ministro del Interior y del de Educación, hombres de reconocida posición contraria a aquella institución religiosa. También debió dejar el gobierno el titular de la Secretaría de Prensa, Apold, en un gesto que parecía anunciar una mayor libertad de expresión.
Pero los hechos ocurridos eran demasiado graves como para establecer rápidamente una línea acuerdista, y la tentación de desalojar a Perón de la Casa Rosada era en esos momentos una posibilidad real.
La oposición de derecha, alarmada porque la política distributiva del gobierno recortaba considerablemente su tasa de ganancia, y la oposición de izquierda, obnubilada por su caracterización del gobierno como fascista, coincidieron paradójicamente en una misma estrategia. De esta manera, frustrado el diálogo y una salida negociada, la suerte quedó echada.
Perón, congelada la política de “mano tendida” ensayada tras la crisis de junio, regresaba a sus prácticas de discursos explosivos frente a sus seguidores. El 31 de agosto, frente a una multitudinaria concentración popular, convocaba a los peronistas a ejercer la justicia por mano propia con la fórmula del “cinco por uno”, que invitaba a quintuplicar las muertes de los opositores por cada uno de los propios en las luchas presentes y por venir.
Esta actitud alteró los ánimos de la sociedad y cada bando comenzó a velar sus armas. A principios del mes siguiente, varios mandos militares pasaron a una clandestinidad preparatoria de una inminente asonada militar, mientras el día 7 la CGT propiciaba formalmente la formación de milicias obreras armadas para defender a su gobierno.
Perón creía haber sido lo suficientemente previsor al reemplazar los mandos de las principales guarniciones de Buenos Aires y Campo de Mayo y colocando en su lugar a jefes militares fieles. Sólo quedaban como posibles focos de rebelión algunas unidades del interior del país, a las que en breve pensaba neutralizar. Efectivamente, sería el interior donde se iniciaría la asonada militar, pero, contrariamente a los cálculos de Perón, las neutralizadas serían las fuerzas leales.
Finalmente, el 16 de septiembre de 1955, las Fuerzas Armadas iniciaron en Córdoba un movimiento destinado a derrocar a Perón, con la complacencia de un amplio espectro de partidos que iban desde el más tradicional conservadurismo hasta el Socialista. Parecía que la vieja Unión Democrática revalidaba sus títulos y pretensiones.
A la cabeza de la revuelta se hallaba el general Eduardo Lonardi, quien a las cero horas del 16 dio la luz verde a los insurrectos. El primer objetivo, la toma de la Escuela de Infantería de Córdoba, se logró tras una dura lucha de casi ocho horas de combate. Para las primeras horas de la tarde, los insurrectos controlaban varias radioemisoras y comenzaban a difundir por el país proclamas golpistas.