resumimos la lectura
el círculo
( fragmento del libro Cerco de penumbras, de Óscar cerrito)
La calle estaba oscura y fría. Un aire viejo, difícil de respirar y como endurecido en su
quietud, lo golpeó en la cara. Sus pasos resonaron en la noche estancada del pasaje.
Vicente se levantó el cuello del abrigo, tiritó involuntariamente. Parecía que todo el frío
de la ciudad se hubiese concentrado en esa cortada angosta, de piso desigual; un frío de
tumba, compacto.
“Claro —se dijo, y sus dientes castañeteaban—, vengo de otros climas. Esto ya no es para
mí.”
Se detuvo ante una puerta. Sí; esa era la casa. Miró la ventana, antes de llamar; la única
ventana por la que se filtraban débiles hilos de luz. Lo demás era un bloque informe de
sombra.
En el pequeño espacio de tiempo que medió entre el ademán de alzar la mano y tocar la
puerta, cruzó por su cerebro el recuerdo entero de la mujer a quien venía a buscar, su vida
con ella, su felicidad, truncada brutalmente por la partida sin anuncio.
Se había conducido como un miserable, lo reconocía. Su partida fue casi una fuga. ¿Pero
pudo proceder de otro modo? Un huésped desconocido batía ya entonces entre los dos
su ala sombría, y ese huésped era la demencia amorosa. Hincada la garra en la entraña de
Elvira, torturábala con desvaríos de sangre. Muchas veces él vió brillar determinaciones
terribles en sus ojos, y los labios, dulces para el beso, despedían llamas y pronunciaban
palabras de muerte, detrás de las cuales percibíase la resolución que no engaña.
Cualquier demora suya, cualquier breve ausencia sin aviso, obligado por sus deberes, por
el reclamo inexcusable de sus amigos, provocaba explosiones de celos. La encontraba
desgarrada, temblando en su nerviosidad, pálida. Ni sus preguntas obtenían respuesta ni
sus explicaciones lograban romper el mutismo duro, impregnado de rencor, en que Elvira
mordía su violencia. Y de pronto estallaba en injurias y gritos, la cabellera al aire, loca de
cólera y amargos resentimientos.
Llegó a pesarle ese amor como una esclavitud. Pero eran cadenas que su voluntad no iba a
romper. La turbulencia es un opio, a veces, que paraliza el ánimo y lo encoge. Vivía Vicente
refugiado en su temor, sabiendo, al propio tiempo, lo mismo que el guardián de laboratorio,
que solo de él dependía despertar el nudo de serpientes confiado a su custodia.
Y la amaba, además. ¿Cómo soportar, si no como una enfermedad del ser querido, ese flagelo que corroía su dicha, ese
concubinato con la desventura? La vida se encargaría de curarla; el tiempo, que trae todas las soluciones.
Fue la vida la que cortó de un tajo imprevisto los lazos aflictivos. Un día recibió orden de partir. Pensó en la explicación y la
despedida, y su valor flaqueó. Engañándose a sí mismo, se prometió un retorno próximo, se prometió escribirle. Y habían
transcurrido dos años. Casi consiguió olvidarla; ¿pero la había olvidado? Regresó a la ciudad con el espíritu ligero; conoció
otras mujeres en su ausencia; se creía liberado. Y, apenas había dejado su valija, estaba aquí, llamando a la puerta de Elvira,
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