resumen del cap 5 del libro EL PADRE SERGIO AYUDAAAAAAAAAAAAAAAA
Respuestas a la pregunta
Respuesta:
El padre Sergio llevaba más de cinco años viviendo en su celda, en su ermita solitaria. Tenía cuarenta y nueve. Su vida era dura. No por el trabajo del ayuno y de las preces; éstos no eran verdaderos trabajos, sino por la lucha interior que tenía que sostener, contra lo que había esperado. Dos eran los motivos de su lucha: la duda y las tentaciones de la carne. Los dos enemigos atacaban siempre al unísono. A él le parecía que eran dos, pero en realidad se trataba de uno solo. Tan pronto quedaba deshecha la duda, caía asimismo aniquilada la lujuria. Pero él creía que eran dos diablos distintos y luchaba separadamente con ellos.
«¡Dios mío, Dios mío! -pensaba-, ¿por qué me niegas la fe? Sí, contra la lujuria lucharon san Antonio y otros, pero creían. Tenían fe, y yo a veces paso minutos, horas y días sin fe. ¿Para qué ha de existir el mundo, con todos sus encantos, si es pecaminoso y hay que renunciar a él? ¿Por qué has creado tú la tentación? ¿La tentación? ¿Pero no será también una tentación el que quiera yo apartarme de las alegrías de la vida y aspire a alcanzar algo donde quizá no haya nada? -Conforme lo pensaba, se sentía horrorizado-. ¡Miserable, miserable! ¿Y pretendes ser santo?» Se reprendía a sí mismo. Se puso a orar. Pero no bien dio comienzo a los rezos, se vio tal cual era cuando vivía en el monasterio: con el bonete, el manteo y su majestuoso aspecto. Movió la cabeza. «No, no soy así. Esto es una falacia. Pero engaño a los otros. No puedo engañarme a mí mismo ni engañar a Dios.» Dobló los bordes de los hábitos y contempló sus descarnadas pierna, enfundadas en los calzones. Se sonrió.
Luego soltó los bordes de sus hábitos y empezó a leer el libro de las oraciones, a santiguarse y a inclinarse. «¿Es posible que este lecho sea mi tumba?» Leyó. Y fue como si un diablo le musitara al oído: «El lecho solitario ya es una tumba. Es una farsa». Vio con imaginación los hombros de una viuda que en otro tiempo fue su amiga. Sacudió de su mente tales pensamientos y prosiguió la lectura. Leídas las reglas, tomó los Evangelios, los abrió al azar y dio en un pasaje, que repetía a menudo y sabía de memoria: «Señor, ayúdame a vencer mí incredulidad». Apartó de sí las dudas que lo asaltaban. Como si se tratara de un objeto en equilibrio inestable, volvió a colocar su fe sobre el inseguro soporte y se alejó cautelosamente para no derribarla con algún movimiento descuidado. Volvieron a su sitio las anteojeras y el padre Sergio se tranquilizó. Repitió la oración de su infancia: «No me abandones, Señor, no me abandones». Se sintió aliviado, invadido por un sentimiento de alegría y ternura. Luego se santiguó y se acostó en su esterilla, sobre un estrecho banco, utilizando como almohada sus hábitos de verano. Se quedó dormido. Entre sueños creyó oír repiqueteos de cascabeles. No sabía si era algo real o soñado. Un golpe en la puerta lo despierta. Se levanta sin dar crédito a sus oídos. Pero el golpe se repite. No cabía duda, habían golpeado muy cerca, en su propia puerta, y se había oído una voz de mujer.
«¡Dios mío! ¿Será verdad lo que he leído en las vidas de los santos, que el diablo se presenta en forma de mujer…? Sí, es una voz de mujer, ¡una voz dulce, tímida y grata! ¡Fu! -y escupió al lanzar esta exclamación-. No es así, ha sido todo una alucinación mía.» Se acercó a un rincón y se dejó caer de rodillas frente al icono. Aquel movimiento regular y habitual yo por sí mismo le proporcionaba consuelo y satisfacción. Le cayeron los cabellos sobre el rostro y apretó la frente sobre el húmedo y frío suelo, donde se formaban breves hileras de polvillo de nieve arrastrado por el viento que soplaba por debajo de la puerta.
Recitó un salmo contra las tentaciones, el que recomendó para tales casos el venerable Pimen. Levantó sin la menor dificultad el magro y ágil cuerpo sobre sus fuertes piernas nervudas y se dispuso a proseguir la lectura de los salmos, pero en vez de leer aguzaba involuntariamente el oído. Deseaba oír algo más. El silencio era absoluto. En un rincón las gotas de agua que se desprendían de la bóveda resonaban como antes al caer en la tinaja. Fuera, la oscuridad era total. La niebla apagaba el brillo de la nieve. Silencio, nada más que silencio. De pronto se oyó un rumor junto a la ventana y una voz inconfundible, aquella dulce y tímida voz, una voz que sólo podía pertenecer a una mujer atractiva, dijo:
-Por Dios, ábrame…
Le pareció que la sangre se le agolpaba en el corazón. Ni siquiera pudo suspirar. «Que Dios resucite y me ampare…»
-No soy el diablo… -no cabía duda de que se sonreían los labios que pronunciaban aquellas palabras-. No soy el diablo, sino una pobre pecadora que se ha extraviado, en el sentido recto de la palabra, no en el otro. -Se echó a reír-. Estoy helada y pido asilo…