resumen de un asesino de Cristo de Andrés Rivera
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Crecí entre rápidas mudanzas de un inquilinato a otro, y repentinas apariciones de un médico alto, probablemente encorvado, y de anteojos, que me palpaba el pecho con unos dedos largos y fríos, y me limpiaba, de la frente y el cuerpo, el sudor de la fiebre, y me miraba como si yo fuese algo que ponía a prueba su ilimitada paciencia y su cansancio.
Ese hombre alto y encorvado abría su maletín y dejaba caer, en manos de mamá, dos, tres frascos con tabletas o jarabes espesos, y susurraba unas pocas palabras, y después, incrédulo y acongojado, se levantaba el cuello del sobretodo, y salía a la noche.
Nos mudábamos, mamá, papá y yo, y los ajados muebles que les regalaron los compañeros del sindicato el mediodía que mamá y papá se fueron a vivir juntos. Los sindicatos, en opinión de inefables voceros de la ley, eran cuevas de anarquistas, rojos y extranjeros errantes y desagradecidos y, entonces, con ominosa regularidad, se sucedían las irrupciones de hombres altos y morochos, de sombreros negros de ala gacha, en casas de vastos patios y parras viejas y retorcidas, y galerías de zinc, que Buenos Aires demolió, procaz y despiadada.