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Casi un año buscando agua y cavando la tierra, luego proteger ese pozo sin la certeza de porqué hacerlo. El polvo lo colmaba todo en la Guerra del Chaco, incluso las esperanzas. El pozo, cuento del libro Sangre de Mestizos (de Augusto Céspedes), encierra toda esa angustia. A través del recuerdo, el suboficial Miguel Navajas narra esa historia.
Carlos Centeno tiene 95 años. En la pared de su dormitorio cuelga las fotografías de cuando era soldado. Todas están en blanco y negro y desgastadas y son una secuencia de los últimos días en La Paz antes de ser trasladado a la guerra. “Fuimos trasladado al infierno. Fueron tres años en los que yo estuve muerto”.
“15 de enero de 1933: Verano sin agua. En esta zona del Chaco, al norte de Platanillos casi no llueve, y lo poco que llovió se ha evaporado”. Así inicia el diario de Miguel Navajas. En él se cuenta el inicio de una tarea casi forzada para encontrar agua, cavar un pozo, mientras existe el acecho de los enemigos: paraguayos que caminan descalzos sobre la arena que refleja el sol que lo quema todo.
“En el Chaco no existe nada, es un desierto en donde se te muere todo. Cuando me trasladaron fui despedido con un bolero de caballería, de esos que ponen en los funerales”, dice Carlos Centeno. En Platanillos fue herido en el hombro y estuvo con fiebre por tres meses. En sus alucinaciones siempre veía a una mujer vestida de moscas negras que revoloteaban y eran chamuscadas por el sol.
A cada golpe con la pala los soldados esperaban encontrar agua. Las fechas pasaban y en el diario se muestra ese padecimiento: “18 de febrero. El chofer descamisado ha traído la mala noticia: —La cañada se acabó. Ahora traeremos agua desde “La china”. 28 de abril. Pienso que hemos fracasado en las búsqueda del agua”.
Carlos Centeno vio morir a sus compañeros de sed. “Primero se echaban en la tierra. Respiraban agitados. Sus labios se volvían tan blancos, tan si vida, se les partían hasta causarles llagas donde no salía la sangre, sino se quedaban como costras secas. Después empezaban las convulsiones y los gritos apagados y se ladeaban hacia el suelo como muñecos. Parecía una muerte falsa, de teatro”.
Los indios no tenían nombre en El pozo, sólo los mestizos a cargo de Miguel Navajas. Todos ellos cavaron hasta llegar a los 40 metros de profundidad. A momentos había barro pero nada más. De alguna forma los paraguayos se enteraron de la existencia del pozo. Lo asediaron.
Carlos Centeno mató a trece paraguayos. “Un muerto es difícil de llevar, trece son noches de pesadilla que no tienen final. Mi esposa a veces debe despertarme porque empiezo a gritar. Cada uno de ellos me reprocha los hijos que dejaron, sus esposas, pero lo peor de todo es que me reprochan seguir vagando por aquel desierto”.
En el poema que precede a El pozo se dice que el desierto del Chaco no pertenecía a nadie hasta que el primer muerto fue enterrado por el polvo. Se dice que este cuento es una alegoría de la inutilidad de la guerra, de la animalidad de los hombres, del infierno en la tierra que tiene nombre de desierto, que tiene el nombre de la nada. Carlos Centeno dice que cuando muera no irá al cielo, sino vagará por esa llanura que le pertenece: “Me he dado cuenta que sólo soy polvo”