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Con impecable técnica literaria y profesional estilo noticioso, Gabriel García Márquez relata un suceso acaecido a un marinero de la armada colombiana llamado Luis Alejandro Velasco. La historia, reconstruida minuciosamente por el escritor colombiano en primera persona a partir del testimonio del protagonista, fue tácticamente atribuida a Velasco en la prensa y sólo se reveló la verdadera autoría tras el formidable éxito de Cien años de soledad.
El 28 de febrero de 1955, ocho miembros de la tripulación del destructor A. R. C. Caldas cayeron al agua. Luis Alejandro Velasco fue el único superviviente; los otros siete perecieron ahogados. El gobierno del dictador colombiano Gustavo Rojas Pinilla atribuyó el accidente a una tormenta en el Caribe, pero nunca hubo tal tormenta. La verdad era que, pese a pertenecer a la marina colombiana, el buque transportaba mercancías de contrabando (básicamente, electrodomésticos). En un bandazo por el viento en la mar gruesa, se soltó la carga mal estibada en la cubierta y cayó al mar, arrastrando consigo a los ocho marineros. La denuncia supuso la clausura del periódico El Espectador, la caída en desgracia del marino y el exilio de Gabriel García Márquez en París.
El destructor Caldas y su tripulación habían pasado ocho meses en el puerto de Mobile, Alabama, con motivo de las reparaciones que se efectuaban en el buque. Como presume el tópico, el marinero Velasco repartía su ocio entre su nueva novia, Mary Address, y diversos métodos para matar el tiempo con sus compañeros, como las broncas a puñetazos o las salidas al cine. Viendo la película El motín del Caine, los marineros colombianos experimentaron cierta inquietud ante las escenas de una tempestad. Como si de una premonición novelesca se tratara, Velasco albergaba recelos sobre el inminente regreso del destructor a su base en Colombia.
A unas doscientas millas del puerto colombiano de Cartagena, las cajas con las mercancías de contrabando en la cubierta del buque se desprendieron a causa del viento y del oleaje y se llevaron al agua a ocho marineros. El destino quiso que Velasco fuera el único que alcanzara a nado una de las balsas caídas desde el destructor. Impotente, nada pudo hacer por sus compañeros, que se ahogaron a pocos metros de donde él estaba.
Mientras el buque de guerra proseguía su rumbo sin detenerse (llegó al puerto de Cartagena con puntualidad), el náufrago esperó inútilmente que le rescataran con rapidez. En una balsa a la deriva, desprovista de víveres, en compañía de su reloj y de tres remos, resistió la sed, el hambre, los peligros del mar, el sol abrasador, la desesperación de la soledad y la locura, únicamente con su instinto de supervivencia. Los aviones colombianos y norteamericanos de la Zona del Canal movilizados para la búsqueda de supervivientes pasaron muy cerca de él, pero no llegaron a localizarle.
Tras comprender que nadie podría ayudarle, y aun cuando deseó la muerte para dejar de sufrir, sobrevivió contra todo pronóstico a las condiciones adversas. Aunque cazó una gaviota no pudo llegar a comérsela, y los tiburones le arrebataron un pez verde de medio metro que llegó a atrapar y del que sólo probó dos bocados. Tampoco consiguió despedazar sus botas ni su cinturón para aplacar el hambre, ni la lluvia hizo acto de presencia para permitirle beber. Se entretuvo en comprobar, en su reloj, cómo el tiempo transcurría inexorable, y por las noches, en una especie de delirio forjado por el recuerdo y el pánico a la soledad, conversaba con el espíritu de su compañero, el marinero Jaime Manjarrés.
En esencia, el naufragio de Velasco constituyó una estremecedora experiencia de la soledad, tema predilecto en la literatura de Gabriel García Márquez. No es que el náufrago ocupara las largas horas de su infortunio en la reflexión, pues la urgencia de su situación lo sometía a una presión insoportable. Sin embargo, sí fueron horas dedicadas a la experiencia de sí mismo, a la vivencia de la realidad a partir de los instintos más primitivos y de los sentimientos más humanos.
Tras sobrevivir a una tempestad durante el séptimo día de deriva, Velasco afirma: "Después de la tormenta el mar amanece azul, como en los cuadros". Con el registro eficaz del periodismo, reconstruyendo la odisea del marinero, Gabriel García Márquez se esfuerza precisamente en hacer verosímil una realidad que de tan asombrosa y terrible pudiera parecer imaginaria. Los esfuerzos del escritor colombiano por devolver al mundo de la ficción lo que a priori es poco verosímil fundamentan su estilo.