resumen de la lectura"El Nazareno"de tradiciones peruanas
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El 30 de marzo de 1763 dio fondo en la bahía del Callao el navío San Damián, portador de pliegos de la corona para el Excmo. Sr. D. Manuel de Amat y Juniet, caballero de la orden de San Juan y virrey del Perú. Por entonces era acontecimiento de gran importancia para los habitantes de Lima la llegada de un buque de Ultramar, y las noticias de que él era conductor proporcionaban por largo tiempo el gasto de las tertulias, comentándose y abultándose hasta tal punto, que en breve no las conociera el que las puso en circulación.
Entre los pasajeros del San Damián venía el capitán de arcabuceros D. Diego de Arellano, nombrado por S. M. para encargarse del mando de una compañía. Era el D. Diego mozo de gentil apostura, alegre como unas castañuelas, decidor como un romance de Quevedo y acaudalado como un usurero de hogaño. Hizo en Italia sus primeras armas, logrando amén de la reputación de valiente, que él tenía en mucho, el grado de capitán, que estimaba en no poco. Traíalo también a América el reclamo de una pingüe herencia, legado de un su tío, minero en el Alto Perú, herencia que sin dificultad fue entregada al sobrino, porque éste no quiso tomarse el trabajo de examinar las cuentas que le presentaban. Con lo que, a costa del generoso heredero y del tío que en mal hora pasara a mejor vida, hicieron su agosto esas hambrientas sanguijuelas que el Diccionario de la lengua llama albaceas. El presente se le ofrecía, pues, ligero, derecho y sin tropiezo como camino de hierro.
Justo es añadir que Arellano encontró en Lima una soberbia acogida. Sus hechos militares le daban fama en el ejército; su empleo y distinción le abrían las puertas de las capas más encopetadas; su gallardía le captaba el interés de las damas, y sus riquezas le aseguraban amigos; porque, antes como ahora, averiguada cosa es que nada hay más simpático que el sonido del oro.
Pero de pronto, los más extraños rumores empezaron a correr acerca del capitán, y aunque en ellos había mucho de verdad, concedamos que algo sería fruto de la maledicencia y de la envidia. La conducta misma de D. Diego daba pábulo a la chismografía, porque todas las noches los espléndidos salones de su casa eran teatro de las más escandalosas orgías. Dejó de visitar la sociedad de buen tono que hasta entonces frecuentara, y diose perdidamente al trato de mujerzuelas y gente de mal vivir.
Un coplero de tres al cuarto, cuyos versos gozaban de gran boga, sin tener ni la chispa satírica ni la originalidad del poeta limeño Juan de Caviedes, escribió unas jácaras contra el capitán, en las que lo llamaba
«sustentador de querellas,
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