Resumen de este texto de Santiago Kovadloff║
Así como el poder imperial no puede tolerar disensiones que comprometan su soberanía, de igual modo la lengua que representa a ese poder busca afianzar su vigencia a expensas de las demás. Cuando eso finalmente sucede, el afán puesto al servicio de la propia hegemonía encuentra un espejo complaciente. El idioma propio, una vez impuesto como dominante, dice la verdad sobre la supremacía que se alcanza sobre otros pueblos. Es, pues, explicable que, en la modernidad y en el auge de su proyección mundial, tanto portugueses como franceses e ingleses y españoles buscaran, cada cual a su turno, hacer de su idioma, allí donde mandaban, el recurso prevaleciente de comunicación, tal como en la antigüedad lo hicieron griegos y romanos.
Sin desconocer las ventajas de contar con una lengua franca que opere como instrumento consensuado de intercambio mundial, tal como ocurre hoy con el inglés, se va haciendo cada vez más necesario promover el conocimiento de aquellos idiomas que no por menos frecuentes en un orden internacional son menos significativos en un plano social y espiritual. Se trata de aquellos que, si bien cuentan con un menor número de hablantes que los idiomas ya impuestos, dan expresión a culturas riquísimas y tan pujantes como cualquier otra.
La integración planetaria en marcha no debe subestimar este desafío del presente. La alegoría encarnada por Génesis 11, conocida como el episodio de la Torre de Babel, sostiene desde hace mucho que una humanidad sometida al monolingüismo puede garantizar la subsistencia de una masa pero no la de una comunidad integrada por personas, o sea por individuos concretos. Estos no existen sin un perfil cultural propio, ése que siempre implica singularidad lingüística.
Los constructores de la Torre, hablantes de un único idioma y usuarios de una acepción unánime para cada palabra, aspiraban a reducir lo existente a una despótica lectura de las cosas orientada hacia la conquista de los cielos, que es como decir de la totalidad de lo real.
Viene a cuento todo esto porque, hace pocas semanas, el Parlamento Europeo resolvió que tres lenguas -el catalán, el gallego y el euskera, hablados por millones de ciudadanos españoles, y por lo tanto europeos- no fueran admitidas entre las de uso habitual en las comunicaciones escritas de dicho organismo.
En contraste con esta actitud más que paradójica en una entidad que dice responder al ideal de la integración creciente entre sus miembros, tuvo lugar en Nueva York, en el pasado mes de abril, un encuentro promovido por el Pen Club Internacional consagrado a las "Voces del Mundo". La iniciativa agrupó a más de un centenar de escritores de muy diferentes latitudes idiomáticas pero igualmente rezagadas en su difusión internacional. El propósito era idear, para sus lenguas de trabajo y por lo tanto para sus culturas, un espacio de reconocimiento y protagonismo progresivos capaz de contribuir a alentar, allí donde tanta falta hace, una visión más democrática de la diversidad y más respetuosa de las minorías. Entre esas lenguas figuran el euskera, el hebreo, el serbocroata y el coreano. Al ser mejor difundidas fuera de sus fronteras nacionales, mucho podrán hacer por un acercamiento menos prejuicioso en un mundo siempre amenazado por la intolerancia. En esa reunión del Pen Club quedó asentado que abrirse al universo plural de las lenguas es disponerse a discernir y convalidar la forma necesariamente particular, singularizada, con que, en todo contexto social, se ponen en juego los valores comunes a la humanidad. Como sostiene el pensador Mario Casalla, no hay otra universalidad que la universalidad situada. Renegar de ella equivale a desdeñar lo que legítimamente somos en aras de lo que perversamente aspiramos a ser: amos del prójimo.
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Sin desconocer las ventajas de contar con una lengua franca que opere como instrumento consensuado de intercambio mundial, tal como ocurre hoy con el inglés, se va haciendo cada vez más necesario promover el conocimiento de aquellos idiomas que no por menos frecuentes en un orden internacional son menos significativos en un plano social y espiritual. Viene a cuento todo esto porque, hace pocas semanas, el Parlamento Europeo resolvió que tres lenguas -el catalán, el gallego y el euskera, hablados por millones de ciudadanos españoles, y por lo tanto europeos- no fueran admitidas entre las de uso habitual en las comunicaciones escritas de dicho organismo. En contraste con esta actitud más que paradójica en una entidad que dice responder al ideal de la integración creciente entre sus miembros, tuvo lugar en Nueva York, en el pasado mes de abril, un encuentro promovido por el Pen Club Internacional consagrado a las «Voces del Mundo». La iniciativa agrupó a más de un centenar de escritores de muy diferentes latitudes idiomáticas pero igualmente rezagadas en su difusión internacional.
El propósito era idear, para sus lenguas de trabajo y por lo tanto para sus culturas, un espacio de reconocimiento y protagonismo progresivos capaz de contribuir a alentar, allí donde tanta falta hace, una visión más democrática de la diversidad y más respetuosa de las minorías. Entre esas lenguas figuran el euskera, el hebreo, el serbocroata y el coreano. En esa reunión del Pen Club quedó asentado que abrirse al universo plural de las lenguas es disponerse a discernir y convalidar la forma necesariamente particular, singularizada, con que, en todo contexto social, se ponen en juego los valores comunes a la humanidad.
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