resumen de el cuento zumbayllu
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olía.
En los pueblos de Ayacucho hubo un danzante de tijera que ya se ha hecho legendario. Bailó e hizo proezas en las vísperas de los días santos; tragaba trozos de acero, se atravesaba el cuerpo con agujas; ese danzak´se llamó Tankayllu.
Pinkuyllu es el nombre de la quena gigante que tocan los indios del sur durante las fiestas comunales. El pinkuyllu tiene una voz grave y extraña, que ofusca y exalta. Los indios desafían la muerte mientras lo oyen. Ninguna música llega más hondo al corazón humano.
¡Zumbayllu! Ántero trajo el primer zumbayllu al colegio. Los alumnos pequeños lo rodearon.
- ¡Vamos al patio, Ántero!
Palacios corrió entre los primeros. Saltaron el terraplén y subieron al campo de polvo. Iban gritando:
- ¡Zumbayllu, zumbayllu!
Yo los seguí ansiosamente, ¿Qué podía ser el zambayllu? ¿Qué podía nombrar esa palabra cuya terminación me recordaba bellos y misteriosos objetos?...
Yo recordaba al gran Tankayllu, el danzarín cubierto de espejos, bailando a grandes saltos en el atrio de la iglesia. Recordaba también al verdadero tankayllu, el insecto volador que perseguíamos entre los meses de abril y mayo. Pensaba en los pinkuyllus que había oído sonar en los pueblos del sur.
Yo no pude ver el pequeño trompo ni la forma como Ántero lo encordelaba. Me dejaron entre los últimos, cerca de Añuco. Sólo vi que Ántero, en el centro del grupo, daba una especie de golpe con el brazo derecho. Luego escuché un canto delgado.
Bajo el sol denso, el canto del zumbayllu se propagó con una claridad extraña; parecía tener un agudo filo. Todo el aire parecía estar henchido de esa voz delgada, y también toda la tierra, ese piso arenoso del que parecía brotar.
- ¡Zumbayllu, zumbayllu!
Hice un gran esfuerzo, empuje a otros alumnos mas grandes que yo y pude llegar al círculo que rodeaba a Ántero. Tenía en las manos un pequeño trompo. La esfera estaba hecha de un coco de tienda, de esos pequeñísimos cocos grises que vienen enlatados. La púa era grande y delgada. Cuatro huecos redondos, a manera de ojos, tenía la esfera. Ántero encordeló el trompo, lentamente, luego lo arrojó. El trompo, se detuvo un instante en el aire por sus cuatros ojos, vibrando como un gran insecto cantador.
El canto del zumbayllu se internaba en el oído, avivaba en la memoria la imagen de los ríos, de los arboles negros que cuelgan en las paredes de los abismos.
Ántero miraba el zumbayllu con un detenimiento contagioso. Así atento, agachado, Ántero parecía asomarse desde otro espacio.
- ¡Quiero ver si tú puedes manejarlo! – dijo, entregándome el trompo.
Lo encordele, lo lancé hacia arriba. El cordel se deslizó como una culebra entre mis manos. Pero la esfera se detuvo en el aire, enderezó la púa y cayó, lentamente.
- ¡Sube, winku! – gritó Ántero.
El trompo apoyó la púa en un andén de la piedra más grande, sobre un milímetro de espacio. La piedra era redonda y no rozaba en ella la púa.
¡Mira Ernesto! - me dijo Ántero -. No va a la montaña, sino arriba. ¡Derechito al sol! Ahora a la cascada, winku ¡Cascada arriba!
El zumbayllu se detuvo y cambió de voz.
- ¿Oyes? – dijo Ántero-. ¡Sube al cielo, sube al cielo! ¡Con el sol se va mezclar!
Cuando empezó a bajar el tono del zumbido, Ántero levantó el trompo. Me miró fijamente.
- ¡Guárdalo! – me dijo -. Lo haremos llorar en el campo, o sobre alguna piedra grande del río. Cantará mejor todavía.
Lo guardé en el bolsillo. Lo examiné despacio con los dedos. Era de verdad winku, es decir, deforme, sin dejar de ser redondo, y layk’ a, es decir, brujo, porque era rojizo con manchas difusas. Por eso cambiaba de voz y de colores como si estuviera hecho de agua.
- Si lo hago bailar, y soplo su canto hacia la dirección de Chalhuanca, donde está mi padre, ¿llegaría hasta sus oídos? – le pregunté.
- ¡Llega, hermano! Para él no hay distancia. Entantes subió al sol. Y su canto no se quema ni se hiela. Tu le hablas primero en uno de sus ojos, le das tu encargo, le orientas el camino, y después, cuando está cantando, soplas despacio hacia la dirección que quieres, donde está tu padre y sigues dándole tu encargo. El zumbayllu canta al oído de quien te espera. ¡Haz la prueba ahora, al instante!
- ¿Yo mismo tengo que hacerlo bailar?
- Si. Debe ser el que quiere dar el encargo. Háblale bajito – me advirtió.
Puse los labios sobre uno de sus ojos.
“Dile a mi padre que estoy resistiendo bien – le dije -; aunque mi corazón se asusta, estoy resistiendo. Y le darás tu aire en el frente. Le cantarás para su alma”.
Lo encordelé cuidadosamente, y tiré la cuerda.
- ¡corriente arriba del Pachachaca, corriente arriba! – grité.
El zumbayllu cantó fuerte en el aire.
- ¡Sopla! ¡Sopla un poco! – exclamó Ántero.
Yo soplé hacia Chalhuanca, en dirección de la cuenca alta del gran río.
Y el zumbayllu cantó dulcemente.
En los pueblos de Ayacucho hubo un danzante de tijera que ya se ha hecho legendario. Bailó e hizo proezas en las vísperas de los días santos; tragaba trozos de acero, se atravesaba el cuerpo con agujas; ese danzak´se llamó Tankayllu.
Pinkuyllu es el nombre de la quena gigante que tocan los indios del sur durante las fiestas comunales. El pinkuyllu tiene una voz grave y extraña, que ofusca y exalta. Los indios desafían la muerte mientras lo oyen. Ninguna música llega más hondo al corazón humano.
¡Zumbayllu! Ántero trajo el primer zumbayllu al colegio. Los alumnos pequeños lo rodearon.
- ¡Vamos al patio, Ántero!
Palacios corrió entre los primeros. Saltaron el terraplén y subieron al campo de polvo. Iban gritando:
- ¡Zumbayllu, zumbayllu!
Yo los seguí ansiosamente, ¿Qué podía ser el zambayllu? ¿Qué podía nombrar esa palabra cuya terminación me recordaba bellos y misteriosos objetos?...
Yo recordaba al gran Tankayllu, el danzarín cubierto de espejos, bailando a grandes saltos en el atrio de la iglesia. Recordaba también al verdadero tankayllu, el insecto volador que perseguíamos entre los meses de abril y mayo. Pensaba en los pinkuyllus que había oído sonar en los pueblos del sur.
Yo no pude ver el pequeño trompo ni la forma como Ántero lo encordelaba. Me dejaron entre los últimos, cerca de Añuco. Sólo vi que Ántero, en el centro del grupo, daba una especie de golpe con el brazo derecho. Luego escuché un canto delgado.
Bajo el sol denso, el canto del zumbayllu se propagó con una claridad extraña; parecía tener un agudo filo. Todo el aire parecía estar henchido de esa voz delgada, y también toda la tierra, ese piso arenoso del que parecía brotar.
- ¡Zumbayllu, zumbayllu!
Hice un gran esfuerzo, empuje a otros alumnos mas grandes que yo y pude llegar al círculo que rodeaba a Ántero. Tenía en las manos un pequeño trompo. La esfera estaba hecha de un coco de tienda, de esos pequeñísimos cocos grises que vienen enlatados. La púa era grande y delgada. Cuatro huecos redondos, a manera de ojos, tenía la esfera. Ántero encordeló el trompo, lentamente, luego lo arrojó. El trompo, se detuvo un instante en el aire por sus cuatros ojos, vibrando como un gran insecto cantador.
El canto del zumbayllu se internaba en el oído, avivaba en la memoria la imagen de los ríos, de los arboles negros que cuelgan en las paredes de los abismos.
Ántero miraba el zumbayllu con un detenimiento contagioso. Así atento, agachado, Ántero parecía asomarse desde otro espacio.
- ¡Quiero ver si tú puedes manejarlo! – dijo, entregándome el trompo.
Lo encordele, lo lancé hacia arriba. El cordel se deslizó como una culebra entre mis manos. Pero la esfera se detuvo en el aire, enderezó la púa y cayó, lentamente.
- ¡Sube, winku! – gritó Ántero.
El trompo apoyó la púa en un andén de la piedra más grande, sobre un milímetro de espacio. La piedra era redonda y no rozaba en ella la púa.
¡Mira Ernesto! - me dijo Ántero -. No va a la montaña, sino arriba. ¡Derechito al sol! Ahora a la cascada, winku ¡Cascada arriba!
El zumbayllu se detuvo y cambió de voz.
- ¿Oyes? – dijo Ántero-. ¡Sube al cielo, sube al cielo! ¡Con el sol se va mezclar!
Cuando empezó a bajar el tono del zumbido, Ántero levantó el trompo. Me miró fijamente.
- ¡Guárdalo! – me dijo -. Lo haremos llorar en el campo, o sobre alguna piedra grande del río. Cantará mejor todavía.
Lo guardé en el bolsillo. Lo examiné despacio con los dedos. Era de verdad winku, es decir, deforme, sin dejar de ser redondo, y layk’ a, es decir, brujo, porque era rojizo con manchas difusas. Por eso cambiaba de voz y de colores como si estuviera hecho de agua.
- Si lo hago bailar, y soplo su canto hacia la dirección de Chalhuanca, donde está mi padre, ¿llegaría hasta sus oídos? – le pregunté.
- ¡Llega, hermano! Para él no hay distancia. Entantes subió al sol. Y su canto no se quema ni se hiela. Tu le hablas primero en uno de sus ojos, le das tu encargo, le orientas el camino, y después, cuando está cantando, soplas despacio hacia la dirección que quieres, donde está tu padre y sigues dándole tu encargo. El zumbayllu canta al oído de quien te espera. ¡Haz la prueba ahora, al instante!
- ¿Yo mismo tengo que hacerlo bailar?
- Si. Debe ser el que quiere dar el encargo. Háblale bajito – me advirtió.
Puse los labios sobre uno de sus ojos.
“Dile a mi padre que estoy resistiendo bien – le dije -; aunque mi corazón se asusta, estoy resistiendo. Y le darás tu aire en el frente. Le cantarás para su alma”.
Lo encordelé cuidadosamente, y tiré la cuerda.
- ¡corriente arriba del Pachachaca, corriente arriba! – grité.
El zumbayllu cantó fuerte en el aire.
- ¡Sopla! ¡Sopla un poco! – exclamó Ántero.
Yo soplé hacia Chalhuanca, en dirección de la cuenca alta del gran río.
Y el zumbayllu cantó dulcemente.
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