reseña de los muertos del rulfo
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En esa extraña región intransitable en que consiste el universo personal de Rulfo, habitada por rostros fantasmales de lo familiar y un paisaje devastado que florece como el ámbito proscrito de una ensoñación, se erige un monumento funerario de la vida: Pedro Páramo.
Es ésta una historia de aparecidos, una novela alucinada y poderosamente poética, un poema articulado en los registros de la prosa más elaborada y mercurial. Sólo así puede constatarse la dureza extrema con que son relatados los hechos y el oscuro itinerario que ha de recorrer, como un muerto más que nos implora, Juan Preciado. Una promesa hecha a su madre le hace emprender un viaje que se mostrará como definitivo: la muerte marcará el signo de nuestro protagonista desde el principio mismo de la narración: "Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, una tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera."
Lo que ignora nuestro protagonista es que esa promesa sellará, si no lo había hecho antes la huella indeleble de su filiación, el curso de su existencia aun antes de llegar a sospecharlo. Para cuando quiera darse cuenta, será demasiado tarde; o demasiado pronto, según la perspectiva que uno adopte a este o al otro lado de la vida: "Llegué a la casa del puente orientándome por el sonar del río. Toqué la puerta, pero en falso. Mi mano se sacudió en el aire como si el aire la hubiera abierto."
Esta narración, este diálogo de muertos se sucede a través de un entramado de historias y saltos cronológicos, de voces, de ecos, de fragmentos que se desprender dentro de una atmósfera cargada de onirismo fúnebre ―no debemos olvidar la influencia cinematográfica del escritor―; estamos en el territorio en que vida y muerte coexisten indiferenciados y en que los personajes se sitúan a uno y otro lado de esa frontera atemporal presidida por la muerte. La duración de un tiempo suspendido, de un tiempo mitificado de la realidad vivida en sombra, anula, a través de la arquitectura poética del lenguaje "el tiempo por medio de la muerte", lo que nos permite "ingresar al eterno presente que es la muerte", como muy acertadamente señalara Carlos Fuentes.
Ella, la muerte; y ellos, los muertos serán quienes reconstruyan, a partir de la evocación de sus vivencias pasadas, los acontecimientos terribles de Comala. Albergarán, si es que alguna vez llegaron a hacerlo, la esperanza desengañada de un paraíso perdido; algo soñado, finalmente, nunca real.
No habrá piedad en esta narración, ni descanso; sólo un continuo ir y venir, un errar eterno e involuntario como almas en pena de este limbo o purgatorio; de este espacio infernal. El abismo es demasiado profundo y la culpa (para aquellos personajes que sufren de ella, porque sufren) actúa como un estímulo terrible, pues han sido condenados a un proceso de aniquilación física y moral desde el principio de los tiempos.
Un personaje, Susana San Juan, único amor de Pedro Páramo y, por tanto, sometido a la violencia de su imposibilidad, aparece, encerrada en la elípsis de su delirio nocturno, sobre este territorio desolado; como si la inocencia sonámbula que desprenden sus palabras le otorgara un grado de clarividencia y redención poética a la vida que ha dejado de existir: "Y los gorriones reían; picoteaban las hojas que el aire hacia caer, y reían; dejaban sus plumas entre las espinas de las ramas y perseguían a las mariposas y reían. Era esa época. En febrero, cuando las mañanas estaban llenas de viento, de gorriones y de luz azul. Me acuerdo. Mi madre murió entonces. Que yo debía haber gritado; que mis manos tenían que haberse hecho pedazos estrujando su desesperación. Así hubieras querido tú que fuera. ¿Pero acaso no era alegre esa mañana? Por la puerta abierta entraba el aire, quebrando las guías de la yedra. En mis piernas comenzaba a crecer el vello entre las venas, y mis manos temblaban tibias al tocar mis senos."
A veces, en ciertas noches olvidadas del invierno, cierro los ojos. El lejano e interminable horizonte del paisaje me conmueve en su mudez y advierto, a pesar de su silencio, el ruido sordo de unos pasos que se adentran en mi estancia desvelando su quietud. "Serán ―me digo― los muertos de Rulfo dialogando bajo el cielo nuevamente", ¿o son, tal vez, los míos?
Es ésta una historia de aparecidos, una novela alucinada y poderosamente poética, un poema articulado en los registros de la prosa más elaborada y mercurial. Sólo así puede constatarse la dureza extrema con que son relatados los hechos y el oscuro itinerario que ha de recorrer, como un muerto más que nos implora, Juan Preciado. Una promesa hecha a su madre le hace emprender un viaje que se mostrará como definitivo: la muerte marcará el signo de nuestro protagonista desde el principio mismo de la narración: "Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, una tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera."
Lo que ignora nuestro protagonista es que esa promesa sellará, si no lo había hecho antes la huella indeleble de su filiación, el curso de su existencia aun antes de llegar a sospecharlo. Para cuando quiera darse cuenta, será demasiado tarde; o demasiado pronto, según la perspectiva que uno adopte a este o al otro lado de la vida: "Llegué a la casa del puente orientándome por el sonar del río. Toqué la puerta, pero en falso. Mi mano se sacudió en el aire como si el aire la hubiera abierto."
Esta narración, este diálogo de muertos se sucede a través de un entramado de historias y saltos cronológicos, de voces, de ecos, de fragmentos que se desprender dentro de una atmósfera cargada de onirismo fúnebre ―no debemos olvidar la influencia cinematográfica del escritor―; estamos en el territorio en que vida y muerte coexisten indiferenciados y en que los personajes se sitúan a uno y otro lado de esa frontera atemporal presidida por la muerte. La duración de un tiempo suspendido, de un tiempo mitificado de la realidad vivida en sombra, anula, a través de la arquitectura poética del lenguaje "el tiempo por medio de la muerte", lo que nos permite "ingresar al eterno presente que es la muerte", como muy acertadamente señalara Carlos Fuentes.
Ella, la muerte; y ellos, los muertos serán quienes reconstruyan, a partir de la evocación de sus vivencias pasadas, los acontecimientos terribles de Comala. Albergarán, si es que alguna vez llegaron a hacerlo, la esperanza desengañada de un paraíso perdido; algo soñado, finalmente, nunca real.
No habrá piedad en esta narración, ni descanso; sólo un continuo ir y venir, un errar eterno e involuntario como almas en pena de este limbo o purgatorio; de este espacio infernal. El abismo es demasiado profundo y la culpa (para aquellos personajes que sufren de ella, porque sufren) actúa como un estímulo terrible, pues han sido condenados a un proceso de aniquilación física y moral desde el principio de los tiempos.
Un personaje, Susana San Juan, único amor de Pedro Páramo y, por tanto, sometido a la violencia de su imposibilidad, aparece, encerrada en la elípsis de su delirio nocturno, sobre este territorio desolado; como si la inocencia sonámbula que desprenden sus palabras le otorgara un grado de clarividencia y redención poética a la vida que ha dejado de existir: "Y los gorriones reían; picoteaban las hojas que el aire hacia caer, y reían; dejaban sus plumas entre las espinas de las ramas y perseguían a las mariposas y reían. Era esa época. En febrero, cuando las mañanas estaban llenas de viento, de gorriones y de luz azul. Me acuerdo. Mi madre murió entonces. Que yo debía haber gritado; que mis manos tenían que haberse hecho pedazos estrujando su desesperación. Así hubieras querido tú que fuera. ¿Pero acaso no era alegre esa mañana? Por la puerta abierta entraba el aire, quebrando las guías de la yedra. En mis piernas comenzaba a crecer el vello entre las venas, y mis manos temblaban tibias al tocar mis senos."
A veces, en ciertas noches olvidadas del invierno, cierro los ojos. El lejano e interminable horizonte del paisaje me conmueve en su mudez y advierto, a pesar de su silencio, el ruido sordo de unos pasos que se adentran en mi estancia desvelando su quietud. "Serán ―me digo― los muertos de Rulfo dialogando bajo el cielo nuevamente", ¿o son, tal vez, los míos?
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