relatos con gestos de cuidado al otro (cuantos mas relatos puedas mejor)
Respuestas a la pregunta
Te sentiste poseída por un odio visceral, tribal, cada una de tus células gritaba venganza. Nadie sospecharía nada, bastaría una almohada.
Era un viejo de ojos brillantes y gesto adusto. Una compañera te había dicho que fue rentista, «de los que viven del cuento». Acomodaste su almohada y quisiste leer unas gracias en el leve estiramiento de sus agrietados labios. Al cabo de unos días ya te habías acostumbrado a tu primer trabajo. También a su mirada. Nunca recibía visitas.
Apreciabas que cerrase los ojos cuando, con la ayuda de un colega, lo lavabas, que no te mirase mientras recorrías su piel de odre con una toalla húmeda. Parecía que tuviese los huesos pegados a la piel. No obstante, debía de haber sido un hombre fuerte, uno de esos morenos de ojos claros penetrantes. Tu colega debió notar un esmero especial, porque al terminar te aconsejó que no te encariñaras, «estos no duran mucho» dijo, y tú te sobresaltaste al pensar que el viejo lo hubiese podido escuchar. Regresaste para cubrirlo y componerle el embozo, dejando sus brazos por fuera, como a él le gustaba, y sentiste el roce áspero de su mano sobre la tuya. Seguramente quiso decir que ya lo sabía.
Desde entonces le permitías rechazar el puré o el yogurt. Pensabas que bastante tenía el pobre con morirse como para incordiarlo con la comida. En su taquilla apenas había nada: un elegante traje de alpaca, un par de libros en alemán, una caja de puros… Te giraste con la caja en las manos para amonestarlo con una sonrisa cómplice y él comenzó a gemir con ambas manos extendidas hacia ti. Al abrirla descubriste que contenía fotografías, todas en blanco y negro.
Así comenzó una agradable rutina, tú te sentabas sobre la cama, con las caderas próximas a sus costillas, y empezabas a mostrarle las fotografías. El viejo balbuceaba, trataba de explicarse. A veces se le escapaba una lágrima, otras una sonrisa. Eran fotos de ciudades irreconocibles, quizá centroeuropeas. En algunas, las menos, aparecían personas posando solemnemente. Se emocionaba tanto que apenas podíais ver unas pocas; no obstante, todos los días se revolvía incómodo hasta que te sentabas junto a él con la caja de puros. Sospechaste que al viejo seguían gustándole las mujeres, porque su mano derecha cada vez se posaba con menor disimulo sobre tus caderas o muslo. No querías pensar que esa fuese su intención, aunque tampoco te hubiese importado saber que con esos leves roces le proporcionabas un pequeño alivio a su sufrimiento.