relacione el nacionalismo europeo con el nacionalismo colombiano
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Una de las cosas que siempre me han gustado de Colombia es la baja intensidad del nacionalismo. En otros países, como Argentina y México, el nacionalismo cala tan hondo que es aparente en cualquier manifestación cultural, y se ha utilizado constantemente como instrumento de movilización política, con altos componentes de dogmatismo y en no pocos casos de persecución a la disidencia como “apátrida”. En Colombia, en cambio, la pertenencia a la nación tradicionalmente no ha generado un sentimiento agudo.
Obviamente, como todo exceso, la falta de identificación nacional ha sido problemática. Como señalan los historiadores, Colombia es una nación fragmentada geográficamente, y los regionalismos han tendido a primar sobre la pertenencia nacional. Ello ha dificultado la formación de un Estado que alcance de manera igual todos los rincones del país, y de una sociedad que comparta espacios públicos y culturales, lo cual es importante para la construcción de ciudadanía.
Pero los signos recientes de nacionalismo que empiezan a dominar el discurso político preocupan, pues son muchos y nada saludables para la democracia. Los ejemplos no sólo incluyen el absurdo llamado a incumplir el fallo de La Haya con el argumento de que es una afrenta contra la soberanía. Está también la crítica a la última sentencia de la Corte Interamericana, que condenó al Estado por actos de sus propios agentes contra la población civil. Y la defensa del fuero militar con la asombrosa justificación de que las ONG internacionales interfieren indebidamente en asuntos internos por el hecho de defender ciertas posturas en la arena política.
Estos no son simples ejemplos de recuperación de la dignidad nacional. Se trata de manifestaciones nacionalistas con las siguientes características, todas problemáticas: la suposición de una unidad social y política interna que oculta divisiones relevantes y hace posible la estigmatización del que la critica; el señalamiento como “enemigos” externos de actores que contribuyen al fortalecimiento del Estado de derecho; la obtención de réditos políticos fáciles a través de la simplificación de las diferencias entre los que están adentro y de la exageración de las diferencias con los que están afuera; y, sobre todo, la justificación, incluso la promoción, de la violación de leyes fundamentales para que la democracia funcione.
Como señaló Juan Gabriel Tokatlián, el desprecio por la legalidad es un fenómeno reciente de la política externa colombiana, que constituye un legado de la administración Uribe. Pero el fenómeno no se limita a las relaciones internacionales. La cultura antijurídica ha tenido estragos a nivel doméstico, que incluyen la defensa abierta de políticas inconstitucionales y la persecución de instituciones judiciales.
Hay una conexión estrecha entre los llamados a incumplir las leyes y el discurso de la unidad nacional. Ese discurso fue promovido por Uribe con base en el rechazo a las Farc y el engrandecimiento de las fuerzas militares, y es quizás donde mayor continuidad ha demostrado el gobierno Santos. El mejor ejemplo de la manipulación que implica ese discurso son las insólitas propagandas estatales que llaman a la desmovilización guerrillera o endiosan a los soldados de la patria, a las que sólo falta el himno gringo para parecer película de Hollywood.
El discurso nacionalista es preocupante porque puede cambiar radicalmente la política democrática, al conducir a la polarización política, pauperizar la calidad de la deliberación e incrementar el fanatismo. El reto en Colombia es lograr una unidad nacional sin nacionalismo.