Recursos literarios de la obra en un bohío
Respuestas a la pregunta
Respuesta:
Cuando ya dominaba la técnica de escribir en cuento, ya no escribía desplacentándome, sacándome el cuento de la entraña, sino que lo escribía estudiando el cuento fuera de mí. Creo que, generalmente en países sobre todo como América Latina y dado que el cuento tiene una vecindad muy estrecha con la poesía desde el punto de vista de la creación, el cuentista comienza siempre escribiendo así, es decir, sacándose el cuento de la entraña como comienza el poeta: sacándoselo del cuerpo mismo, de sus propias emociones, de sus propios recuerdos, hasta que se profesionaliza. Pero no tiene que profesionalizarse antes de que se le gaste esa cantidad de emoción artística que uno trae encima o que uno trae a la vida. Hay que aprovechar los años de emoción creadora para irse profesionalizando, de manera que cuando ya se acabe la capacidad emotiva de la creación le quede el domino de la técnica, el profesionalismo”.
Juan Bosch
En un bohío, un cuento de Juan Bosch
República Dominicana, 1909-2001)
La mujer no se atrevía a pensar. Cuando creía oír pisadas de bestias se lanzaba a la puerta, con los ojos ansiosos; después volvía al cuarto y se quedaba allí un rato largo, sumida en una especie de letargo.
El bohío era una miseria. Ya estaba negro de tan viejo, y adentro se vivía entre tierra y hollín. Se volvería inhabitable desde que empezaran las lluvias; ella lo sabía, y sabía también que no podía dejarlo, porque fuera de esa choza no tenía una yagua donde ampararse.
Otra vez rumor de voces. Corrió a la puerta, temerosa de que nadie pasara. Esperó un rato; esperó más, un poco más: ¡nada! Sólo el camino amarillo y pedregoso. Era el viento, ahí enfrente; el condenado viento de la loma, que hacía gemir los pinos de la subida y los pomares de abajo; o tal vez el río, que corría en el fondo del precipicio, detrás del bohío.
Uno de los enfermitos llamó, y ella entró a verlo, deshecha, con ganas de llorar, pero sin lágrimas para hacerlo.
–Mama, ¿no era taita? ¿No era taita, mama?
Ella no se atrevía a contestar. Tocaba la frente del niño y la sentía arder.
–¿No era taita, mama?
–No –negó–, tu taita viene después.
El niño cerró los ojos y se puso de lado. Aún en la oscuridad del aposento se le veía la piel lívida.
–Yo lo vide, mama. Taba ahí y me trujo un pantalón nuevo…
La mujer no podía seguir oyendo. Iba a derrumbarse, como los troncos viejos que se pudren por dentro y caen un día, de golpe. Era el delirio de la fiebre lo que hacía hablar así a su hijo, y ella no tenía con qué comprarle una medicina.
El niño pareció dormitar y la madre se levantó para ver al otro. Lo halló tranquilo. Era huesos nada más y silbaba al respirar, pero no se movía ni se quejaba; sólo la miraba con sus grandes ojos serenos. Desde que nació había sido callado.
El cuartucho hedía a tela podrida. La madre –flaca, con las sienes hundidas, un paño sucio en la cabeza y un viejo traje de listado– no podía apreciar ese olor, porque se hallaba acostumbrada, pero algo le decía que sus hijos no podrían curarse en tal lugar. Pensaba que cuando su marido volviera, si era que algún día salía de la cárcel, hallaría sólo cruces sembradas frente a los horcones del bohío, y de éste, ni tablas ni techo. Sin comprender por qué, se ponía en el lugar de Teo, y sufría.
Le dolía imaginar que Teo llegara y nadie saliera a recibirlo. Cuando él estuvo en el bohío por última vez –justamente dos días antes de entregarse– todavía el pequeño conuco se veía limpio, y el maíz, los frijoles y el tabaco se agitaban a la brisa de la loma. Pero Teo se entregó, porque le dijeron que podía probar la propia defensa y que no duraría en la cárcel; ella no pudo seguir trabajando porque enfermó, y los muchachos –la hembrita y los dos niños–, tan pequeños, no pudieron mantener limpio el conuco ni ir al monte para tumbar los palos que se necesitaban para arreglar los lienzos de palizada que se pudrían. Después llegó el temporal, aquel condenado temporal, y el agua estuvo cayendo, cayendo, cayendo día y noche, sin sosiego alguno, una semana, dos, tres, hasta que los torrentes dejaron sólo piedras y barro en el camino y se llevaron pedazos enteros de la palizada y llenaron el conuco de guijarros y el piso de tierra del bohío crió lamas y las yaguas empezaron a pudrirse.
Pero mejor era no recordar esas cosas. Ahora esperaba. Había mandado a la hembrita a Naranjal, allá abajo, a una hora de camino; la había mandado con media docena de huevos que pudo recoger en nidales del monte para que los cambiara por arroz y sal. La niña había salido temprano y no volvía. Y la madre ojeaba el camino, llena de ansiedad.
Respuesta:
Cuando ya dominaba la técnica de escribir en cuento, ya no escribía desplacentándome, sacándome el cuento de la entraña, sino que lo escribía estudiando el cuento fuera de mí. Creo que, generalmente en países sobre todo como América Latina y dado que el cuento tiene una vecindad muy estrecha con la poesía desde el punto de vista de la creación, el cuentista comienza siempre escribiendo así, es decir, sacándose el cuento de la entraña como comienza el poeta: sacándoselo del cuerpo mismo, de sus propias emociones, de sus propios recuerdos, hasta que se profesionaliza. Pero no tiene que profesionalizarse antes de que se le gaste esa cantidad de emoción artística que uno trae encima o que uno trae a la vida. Hay que aprovechar los años de emoción creadora para irse profesionalizando, de manera que cuando ya se acabe la capacidad emotiva de la creación le quede el domino de la técnica, el profesionalismo”.
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