Recuerdo de reyes
Pasó hace mucho tiempo. Cuando mis noches de reyes, eran noches de insomnio. Cuando toda la felicidad humana,
se centraba en la respuesta que recibiría la blanca interrogación de mis zapatos, mojados de luna y rocío, que velaban
sobre la ventana. Cuando yo era niño, y sabía que bastaba serlo para creer.
Yo creía en los reyes. Pero en el barrio éramos muchos. Y otros no creían. Como Robertí. (…) Aquella noche del 4
de enero de un año lejano, de la próxima venida de los reyes, surgía Robertí como un pequeño demonio de la
negación, y riéndose con su boca fea y sus ojos bizcos, atropellaba:
—¡Pero qué sonsos son! Lo reye no hay. Lo reye son tu papá que te pone en tu zapato mientra vó dormí.
Le pedimos una prueba. Y él nos replicaba que su papá “le había contado todo”. Entre otras cosas, que “lo reyes son
una macana inventada por lo juguetero para vender”. Entonces, yo dudaba un poco. Porque lo había dicho un papá,
es decir, un ejemplar semidivino (pero no tanto como el mío) que generalmente tiene una respuesta sabia para todas
las preguntas.
Claro es, que, en aquella edad, no sabía que el amor de los padres, de la misma manera que ponía en sus bocas
mentiras dulces, también sabían poner verdades amargas, que era el caso, hoy lo comprendo, del papá de Robertí, a
quien, en el recuerdo, vuelvo a ver desmedrado y flaco, trabajando mucho y ganando poco, sin darse tregua en el
trabajo, tanto, como lo exigía el pan para sus seis o siete chiquillos enfermizos.
Finalmente, para mí, formaba parte de aquella “barra” infantil, Juan Carlos, que tenía mi misma edad, pero un millón
de años de experiencia. Juan Carlos, era impecable en todo. Era el mejor jugando fútbol, pero nunca destrozaba su
ropa, en la escuela, cada año se llevaba, con sonrisa señorial, el premio en “aplicación y conducta”. Su padre era un
brillante abogado. Y su madre había muerto, precisamente un 5 de enero. Sobre esa casualidad triste, él solía darme
la explicación que a él le había dado su padre.
Por eso, la negación que Robertí nos lanzaba al rostro como una pedrada cruel, hería con mucha más intensidad a
Juan Carlos. Y aquel 4 de enero, Robertí colmó la medida y tuvo lo suyo. Juan Carlos, para nuestro asombro, perdió
su invulnerable compostura, y, como el mejor “moquetero” del barrio, propinó a Robertí la más grande paliza que yo
había visto en mi vida. Lo golpeó concienzudamente, casi con saña.
Recién ahora comprendo a Juan Carlos, porque comprendo hasta qué punto necesitamos volvernos guerreros para
defender lo que creemos, o por lo menos, lo que necesitamos creer.
El epílogo de aquella pelea, fue extraño. Robertí lloró, pero Juan Carlos un poco ídolo caído ese día, lloró más.
Entonces, creía yo que por sí mismo. Hoy creo que fue por Robertí.
Hubo después una explicación entre los respectivos padres. Y cuando Juan Carlos tuvo que rendir cuentas al suyo,
acudí de testigo. Conté todo al padre de Juan Carlos, y salí pensando después que el papá de mi amigo era bastante
raro, porque en vez de “retarle”, le abrazó y le dijo:
—Mirá, mi hijo. A los que no creen no se les pega. Se les enseña o se les perdona. Y había cuatro lagrimones. Dos
en los ojos del hijo, dos en los ojos del padre.
Llegó la noche soñada del 5 de enero. Yo había pedido un trencito “con vía y todo”, pero recibí, como todos los años,
una bolsita de caramelos, que eran dulces, pero me sabían amargos.
Salimos después a la calle a intercambiar noticias. Y aquello fue la sensación. A Juan Carlos, el hijo del abogado,
próspero, los reyes no le trajeron nada. A Robertí, el hijo del empleaducho en crisis, le trajeron lo que es la suma de
los sueños, una bicicleta.
Y Juan Carlos, no estaba triste. Miraba a su papá, y sonreía. Y su papá, lo miraba a él, y sonreía también. Irradiaban
felicidad.
Hoy comprendo la razón. Robertí creía.
La mamá de Juan Carlos seguía caminando por los caminos del cielo, detrás de los reyes magos.
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chicos esta aplicación es solo para tareas
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esta bien lo de arriba denle corona
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