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Respuesta:
Hubo otros Grimm que no se dedicaban a los coches sino a los cuentos, que escribieron la historia de Caperucita Roja, una niña que se enfrenta al lobo feroz. En esa versión original, la delicada pastora es la buena, y el fiero animal, el malo, pero la modernidad altera el argumento, y hace del voraz carnívoro la víctima inocente de una chica malévola, que quería meter en una trampa al pobre depredador.
Una Caperucita así contada tendría poco éxito, y, sin embargo, las defensas del mañoso alemán que trucaba los cuentakilómetros cuentan un cuento parecido. Nuestro hombre servía los artilugios con la salvedad de que fueran utilizados honestamente. Los talleres los recibían, pero sin mala intención porque los instalaban en vehículos que no se ponían a la venta.
Al final, es Caperucita la que quiere ser devorada por el lobo. Los únicos culpables de este asunto son los clientes feroces. Quizá con intención de pavonearse ante los amigos o la chavala, pedían el mecanismo amañado y lucían un coche joven que en realidad tenía tanto lifting como la Jane Fonda del anuncio. De la cárcel sale Grimm, y en ella ingresarán los cientos de gallegos que pensábamos que habían sido estafados.
Tal como van las cosas, no sería extraño que fueran juzgados y condenados a pagarle una indemnización al germano y a los dueños de los concesionarios. En su caso, uno buscaría una coartada. ¿Qué hacían por el bosque a esas horas? ¿Por qué era roja la caperuza, sabiendo que con una de otro color se pasa más desapercibido? ¿Mostraron algún gesto hostil hacia el lobo? ¿Cómo dedujeron que el susodicho quería comerlos y no saludarlos amablemente?
En el mundo que sirve de trasfondo a los cuentos de Grimm o de Perrault, malos y buenos, víctimas y culpables se distinguen con claridad. En éste, no. Pensemos en el asunto del trucaje de los cuentakilómetros. Cuando el escándalo estalla, hay aspectos difusos, detalles pendientes de pruebas ulteriores, pero no se duda de que el comprador de un vehículo con el mecanismo alterado, sufrió una estafa, un engaño.
Pero poco a poco cae una bruma sobre el caso, difuminando los perfiles. No es ilegal del todo modificar el kilometraje. Johann Grimm avisaba de que su maquillaje no tenía por finalidad engañar al comprador del coche. Los concesionarios solo lo aplicaban a automóviles fuera del circuito comercial. Todo era como un juego, aunque nadie explica por qué el alemán cobra por su trabajo y los vendedores se lo pagan.
El cuento de Caperucita Roja sería hoy mucho más complejo porque el lobo tendría a su lado a un abogado de prestigio, mientras que la pobre niña estaría desamparada por la Administración, y solo consolada por la abuelita y alguna asociación de consumidores que intervienen a última hora. Ni el guardabosques, ni el sindicato de caperucitas harían nada en favor de la víctima; su pasividad sería la misma que la que muestran ahora los organismos que amparan en teoría al que compra un coche.
Sorprende que el trucaje se destape gracias a una actuación judicial y benemérita, que deja en evidencia los controles administrativos. Asombra que nadie explique cómo puede producirse un fraude de semejante magnitud. Extraña que se deje solos a los afectados, como si el asunto fuese un pleito entre particulares.
Por eso, si usted, amable lector, tiene un cuentakilómetros de esos, piense que el cuento de Caperucita tiene en estos tiempos un final muy diferente.
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