Historia, pregunta formulada por lcficio, hace 17 horas

Quienes son los personajes de la historia campanilla de GUY DE MAUPASSANT señala sus acciones

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Contestado por armando772
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Respuesta:

Explicación:Son extraños, esos antiguos recuerdos que nos obsesionan sin que podamos desprendernos de ellos!

Este es tan viejo, tan viejo, que no puedo comprender cómo ha permanecido tan vivo y tenaz en mi mente. He visto después tantas cosas siniestras, emocionantes o terribles, que me asombra que no pase un día, ni un sólo día, sin que la figura de la tía Campanilla aparezca ante mis ojos, tal como la conocí, en tiempos, hace mucho, cuando yo tenía diez o doce años.

Era una vieja costurera que venía una vez a la semana, todos los martes, a repasar la ropa en casa de mis padres. Mis padres vivían en una de esas casas de campo llamadas castillos y que son simplemente antiguas mansiones de tejado puntiagudo, de las cuales dependen cuatro o cinco granjas agrupadas a su alrededor.

El pueblo, un pueblo grande, una villa, aparecía a unos cientos de metros, agolpado en torno a la iglesia, una iglesia de ladrillos rojos ennegrecidos por el tiempo.

Así, pues, todos los martes la tía Campanilla llegaba entre seis y media y siete de la mañana y subía enseguida al cuarto de costura para ponerse al trabajo.

Era una mujer alta y flaca, barbuda, o mejor dicho peluda, pues tenía barba en toda la cara, una barba sorprendente, inesperada, que crecía en penachos inverosímiles, en mechones rizados que parecían diseminados por un loco en aquel gran rostro de gendarme con faldas. Los tenía sobre la nariz, bajo la nariz, alrededor de la nariz, en el mentón, en las mejillas; y sus cejas, de un espesor y de una largura extravagantes, completamente grises, tupidas, erizadas, parecían enteramente un par de bigotes colocados allí por error.

Cojeaba, no como cojean los lisiados normales, sino como un barco anclado. Cuando asentaba sobre la pierna sana el gran cuerpo huesudo y desviado, semejaba tomar impulso para remontar una ola monstruosa, y después, de repente, se lanzaba como para desaparecer en un abismo, se hundía en el suelo. Su marcha despertaba la idea de una tempestad, de tanto como se balanceaba al mismo tiempo; y su cabeza, siempre tocada con un enorme gorro blanco, cuyas cintas flotaban a su espalda, parecía atravesar el horizonte, del norte al sur y del sur al norte, a cada uno de sus movimientos.

Yo adoraba a esta tía Campanilla. Tan pronto como me levantaba subía al cuarto de costura, donde la encontraba instalada cosiendo, con un estufilla bajo los pies. En cuanto yo llegaba, me obligaba a coger la estufilla y a sentarme encima para que no me acatarrase en aquella vasta pieza fría, situada bajo el tejado.

-Eso te hace circular la sangre -decía.

Me contaba historias mientras zurcía la ropa con sus largos dedos ganchudos, que eran muy vivos; sus ojos, tras unas gafas con cristales de aumento, pues la edad había debilitado su vista, me parecían enormes, extrañamente profundos, dobles.

Tenía, por lo que puedo recordar de las cosas que me decía y que conmovían mi corazón de niño, un alma magnánima de pobre mujer. Sus juicios eran lisos y llanos. Me contaba los acontecimientos del pueblo, la historia de una vaca que se había escapado del establo y a la que habían encontrado, una mañana, ante el molino de Prosper Malet, viendo cómo giraban las alas de madera, o la historia de un huevo de gallina descubierto en el campanario de la iglesia sin que nadie entendiera nunca qué animal había ido a ponerlo allí, o la historia del perro de Jean-Jean Pilas, que había ido a recuperar a diez leguas del pueblo los calzones de su amo robados por un transeúnte mientras se secaban frente a la puerta después de una mojadura. Me contaba estas ingenuas aventuras de tal forma que adquirían en mi mente proporciones de dramas inolvidables, de poemas grandiosos y misteriosos; y los ingeniosos cuentos inventados por poetas y que me narraba mi madre, por la noche, no tenían el sabor, la amplitud, la potencia de los relatos de la aldeana.

Ahora bien, un martes en que me había pasado toda la mañana escuchando a la tía Campanilla, quise volver a subir a su lado por la tarde, después de haber ido con el criado a coger avellanas en el bosque de Hallets, detrás de la granja de Noirpré. Lo recuerdo todo tan claramente como las cosas de ayer.

Ahora bien, al abrir la puerta del cuarto de costura, vi a la vieja costurera tendida en el suelo, al lado de su silla, boca abajo, con los brazos extendidos, sujetando aún la aguja en una mano y, en la otra, una de mis camisas. Una de sus piernas, la larga sin duda, con una media azul, se estiraba bajo la silla; y las gafas brillaban junto a la pared, habiendo rodado lejos de ella.

Escapé lanzando agudos gritos. Acudieron; y me enteré al cabo de unos minutos de que la tía Campanilla había muerto.

No sabría expresar la emoción profunda, punzante, terrible, que crispó mi corazón de niño. Bajé a pasitos cortos al salón y fui a esconderme en un rincón oscuro, hundido en una inmensa y antigua butaca donde me arrodillé pa

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