"Quien no opina como yo está equivocado". Éste es el convencimiento secreto de todas las
personas que discuten. Y es lógico que así suceda, porque tener una opinión significa creer
que se tiene una opinión acertada; de donde resulta que quienes no tengan la misma opinión
tendrán forzosamente una opinión errónea.
El que las propias opiniones sean siempre acertadas se basa en un hecho ya señalado en un
pequeño librito de cincuenta páginas escrito por el señor Descartes. Comienza diciendo, ese
librito, que la inteligencia es la cosa mejor repartida del mundo, pues cada uno está
conforme con la que tiene. Es decir, con la mucha que tiene; a lo cual puede, agregarse que
cada uno esta conforme, también, con la poca que tienen los demás. Gracias a la mucha
inteligencia que uno tiene y a la poca que tienen los demás, resulta que quien siempre está
en lo cierto es uno mismo, y quienes siempre se equivocan son los demás.
Como opinar es tener razón, lo terrible es que a uno no lo dejen opinar y le griten: ";Usted
se calla!". Así los padres le amargan a uno la adolescencia, y de la misma manera se la
amargan los profesores de matemáticas pues en matemáticas resulta que tampoco lo dejan a
uno opinar, que es no dejarlo tener razón. Y lo mismo sucede en la comunidad, cuando uno
les grita a todos: "¡Ustedes se callan!", después de lo cual ese uno puede, justamente, decir.
"¡Yo siempre tengo razón!"
En el famoso librito del señor Descartes se aconseja no discutir y conformarse con la
generosa dosis de inteligencia que Dios le ha dado a cada uno, sin regocijarse por la poca
que le ha dado a los demás. Pero sería falso sostener, sin embargo, que las discusiones son
inútiles, porque de ellas no surge ninguna verdad. Surge, por lo menos, la reafirmación de
dos verdades: precisamente las que se refieren a la mucha inteligencia de uno mismo y a la
poca ajena. (Con la ventaja de que de esas dos verdades se convencen las dos personas que
discuten). Como, en definitiva, toda discusión tiende a reafirmar ese convencimiento, no
conviene invocar razones que compliquen una cosa tan sencilla. Las razones se invocan
para demostrar la propia inteligencia, pues tener razón en algo es ser inteligente en la
apreciación de ese algo. De ahí que cada uno se resista a aceptar las razones ajenas, y de
ahi, también, que cada uno diga que el otro no quiere entender razones. El que discute no
acepta razones, y hace bien, porque aceptar razones es reconocer que quien está equivocado
es uno mismo y no el otro. Y para llegar a eso no valia la pena discutir. Lo mejor, pues,
cuando alguien desconocedor de la técnica de la discusión, invoca razones, es recurrir al
argumento clásico y definitivo y decirle: "A mi no me va a convencer con razones!" (De
otra manera, más popular, pero menos sabia: "Usted me quiere trabajar de palabra?").
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en resumen unas personas no están conformes con su inteligencia, y a los prof. no les agrada que su alumno sea más inteligente que él
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