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RESCATE BIBLIOGRÁFICO
El sueño de San Martín
A propósito de los 170 años de la muerte del Libertador del Perú, Argentina y Chile, don José de San Martín, que se recordará el 17 de agosto, reproducimos el texto original y completo, escrito por el poeta iqueño Abraham Valdelomar (1888-1919) y publicado en la revista Mundial, el 28 de julio de 1921. (*)
9/8/2020
I
Saliendo de Pisco hacia el sur, bajo la bóveda cóncava y azul, sobre la costa ondulante, arenosa, anémica, amarilla y desolada, la vegetación es caprichosa como hembra: ora raquítica y pobre, ora rica y exhuberante, va muriendo y agostándose poco a poco hasta San Andrés de los Pescadores, cuyos últimos arrabales se pierden en la esterilidad ribereña. Siguiendo más al sur, caminando millas y bordeando colinas coronadas siempre por necrópolis incaicas, se llega a cierto encantado lugar que desde tiempos de la gentilidad los indios llaman Paracas. Sopla allí un viento cálido y medroso bajo el hondo cielo, la costa hace una curva cerrada y aprisiona al mar que parece una colosal turquesa engastada en los arenales ocres, resultando la alegría del verde marino con la tristeza del arenoso yermo. El mar es allí como un verde cristal transparente, apenas irisado por la brisa cálida, sin olas, sin ruido, sin violencia, sin exaltación. Aquellos vírgenes rincones son preferidos por las aves, porque hasta allí no llegan casi nunca los hombres. Eligen estas cuando se sienten enfermas, tan propicio lugar, porque mueren tranquilas y sin tormento, arrulladas por la marea y cobijadas por el cielo sereno y bondadoso.
Allí el mar no tiene tempestades, ni el cielo llora, ni los hombres acosan. Este lugar, por aislado y apacible, es favorito de los flamencos.
Un día, un día ya lejano, la pequeña ensenada envuelta en la neblina tenía el presentimiento de una hora solemne. La Naturaleza parecía preparar el escenario para una épica representación. Medrosa alegría en el cielo, inquietud inusitada en las olas, serenidad en la vasta extensión. Amanecía. La neblinosa costa dejó dibujar en sus vaguedades la multiplicidad de vavios [sic] mástiles y poco después se oyó en la bruma el chasquear de un bote bajo el empuje viril de los remeros. Al clarear el día, cuando el sol iluminó en una eclosión de poema las verdes aguas, apareció clara y precisa una visión inusitada.
En el bote que se acercaba a la playa, surgían tres personajes. El del centro llevaba cariñosamente, una gran rama verde y los otros auscultaban la costa. Detúvose el bote a diez brazas de la orilla; y el personaje central levantó en alto la rama verde en tanto que sonaba una salva abrumadora de cañones y de fusilería. Los tres hombres desembarcaron al sonoro estruendo de las salvas. Una banda de aves de alas rojas y pecho blanco se elevó de la costa hacia el azul. Aquellos hombres venían de lejos, y eran don José de San Martín, el almirante Cochrane y el jefe de estado mayor Las Heras. Don José de San Martín llevaba en sus manos el árbol de la Libertad.
II
Vibrante, pálido, solemne, aquel hombre superior tenía algo de divino. Su viril y pujante juventud, la nobleza de su rostro de héroe antiguo, la gallardía de su apostura, nada faltaba en el noble continente del héroe libertador. El primer cuidado de aquel espíritu romántico, de aquel venerable padre, de aquella figura sublime, la más noble de cuantas hayan venido al Perú, fué abrir un foso con sus propias manos y plantar el árbol de la Libertad que había cargado desde las australes regiones con la solicitud y amor con que se lleva un ideal. Cochrane y Las Heras procuráronse agua de un pozuelo recién abierto por sus manos y la echaron sobre la sedienta tierra removida. Aquel sencillo símbolo se realizó solemnemente. A poco, el arbolillo sembrado por San Martín y alimentado por los dos capitanes se mecía, gracil y debilucho, acariciado por la brisa marina. San Martín auscultaba la costa y su mirada se perdía en los confines extraños y vagos, hacia el norte.
Era el 8 de octubre de 1820. La expedición libertadora empezó