¡Que viva la música!
Soy rubia. Rubísima. Soy tan rubia que me dicen: “Mona, no es, sino que aletee ese pelo sobre mi cara y verá que me libra de esta sombra que me acosa”. No era sombra sino muerte lo que le cruzaba la cara y me dio miedo perder mi brillo.
Alguien que pasara ahora y me viera el pelo no lo apreciaría bien. Hay que tener en cuenta que la noche, aunque no más empieza, viene con una niebla rara. Y además que le hablo de tiempos antes y que… bueno, la andadera y el maltrato le quitan el brillo hasta a mi pelo.
Pero me decían: “Pelada, voy a ser conciso: ¡es fantástico tu pelo!” Y uno raro, calvo, prematuro: “Lillian Gish tenía su mismo pelo”, y yo: “Quien será ésta”, me preguntaba, “¿una cantante famosa?” Recién me he venido a desayunar que era estrella del cine mudo. Todo este tiempo me la he venido imaginando con miles de collares, cantando, rubia total, a una audiencia enloquecida. Nadie sabe lo que son los huecos en la cultura.
Todos, menos yo, sabían de música. Porque yo andaba preocupadita en miles de otras cosas. Era una niña bien. No, qué niña bien, si siempre fue rebuzno y saboteo y salirle con peloteras a mi mamá. Pero leía mis libros, y recuerdo nítidamente las tres reuniones que hicimos para leer El capital, Armando el Grillo (le decían Grillo por los ojos de sapo que paseaba, perplejo, sobre mis rodillas), Antonio Manríquez y yo. Tres mañanas fueron, las de las reuniones, y yo le juro que lo comprendí todo, íntegro, la cultura de mi tierra. Pero yo no quiero acostumbrarme a pensar en eso: la memoria es una cosa, otra es querer recordar con ganas semejante filo, semejante fidelidad.
Yo lo que quiero es empezar a contar desde el primer día que falté a las reuniones, que haciendo cuentas lo veo también como mi entrada al mundo de la música, de los escuchas y del bailoteo. Contaré con detalles: al estimado lector le aseguro que no lo canso, yo sé que lo cautivo.
Tan tarde me levanté aquel día y abrir los ojos no me dio fuerzas. Pero me dije: “No es sino que pise el frío mosaico y verá que cumple con su horario”. Me mentía. La reunión era a las 9 y serían qué…, las 12. Toqué con mis piecitos, tan blancos, tan chiquitos y me estremecí toda viendo que podía dar de a paso por mosaico. Así caminé, feliz, dia poquitos, sin pretender otra cosa que llegar a la ventana.
Abrí la cortina con fuerza, y los brazos extendidos me hicieron pensar en la mujer resoluta que era, como quien dice que si quisiera sería capaz de labrar la tierra. No, no lo era. Después de la cortina tenía allí ante mí la persiana veneciana. ¿Es cierto que trae la muerte, Venecia? Digo porque lo he escuchado (ya no) en canciones viejas. He podido jalar las cuerdillas de la veneciana como el marinero que iza las velas, y dejar entrar, glorioso, el nuevo día. No lo hice. Me acerqué con un movimiento mínimo que también supe corrompido y rendijié por la ventana el día: Oh, y cómo extrañé todo lo de la tardecita: el color del cielo, el viento que hacía, recibirlo de frente como a mí me gusta. Es lo que le da fuerza y fragancia a mi pelo.
Andrés Caicedo,
¡Que viva la música!, Bogotá,
Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A., 2012, pp. 7-8.
7. ¿Qué temas de la literatura contemporánea se perciben en la obra de Caicedo?
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Respuesta:
la de Rusia boe
Explicación:
porque dice cuantitativa mente en el texto
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