que vendría después de la Batalla de Puebla
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“Son las 12 del día y se ha roto el fuego de cañón por ambas partes”, decía el telegrama que había llegado el día de la batalla, a las 12:28 de la tarde, hasta el escritorio del ministro de guerra. Lo firmaba Ignacio Zaragoza, el general más joven del Ejército de Oriente.
Corría el año de 1862. Francia, Inglaterra y España habían declarado la guerra a México aduciendo una deuda de 80 millones de pesos, de los cuales 69 correspondían a los ingleses, nueve a los españoles y dos a los franceses. El presidente Juárez había escrito un exhorto para lograr un acuerdo amistoso pero fue inútil. No había dinero en las arcas y se suspendió el pago de la deuda externa. La alianza tripartita respondió con una declaración de guerra. El puerto de Veracruz había sido invadido el 15 de diciembre de 1861, pero en enero de 1862 españoles e ingleses se retiraron. Los franceses, en cambio, enviaron cuadrillas militares con la bendición del papa y los más feroces generales de Napoleón III. Fue por ello que en aquel mes de mayo, el Ejército conocido como “el más poderoso del mundo” nos había invadido y estaba a punto de enfrentarse al nuestro. Tan magníficos se consideraban los franceses, que se sabe —porque en papel y pluma está— que Charles Ferdinand Latrille, conde de Lorencez, comandante de las tropas francesas, seguro de que iba a derrotar fácilmente al Ejército mexicano y dominar al país, escribió al ministro de Guerra de Francia: “Tenemos sobre los mexicanos tal superioridad de raza, organización, disciplina, moralidad y elevación de sentimientos, que os ruego digáis al emperador que a partir de este momento y a la cabeza de 6,000 soldados, ya soy el amo de México”.
Dicen que Ignacio Zaragoza era muy disciplinado y que lo único que le molestó realmente en su vida fue ser corto de vista. Pero también era uno de esos hombres que no se detenía en minucias y apechugó mostrarse ante el mundo con espejuelos. Nacido en 1829, en Bahía del Espíritu Santo, Texas, cuando este territorio todavía pertenecía a México, hubo de mudarse tierra adentro para educarse. Los primeros estudios los hizo en Matamoros y Tamaulipas y después en el Seminario de Monterrey. Sin embargo, siempre supo que de cura no tenía madera. (No consta ni en actas ni en discursos pero dicen que la familia —sobre todo su madre— resintió mucho su renuncia al sacerdocio, pero que a los 17 años puso punto final a tanta lágrima y rezo y se alistó en la Guardia Nacional). Su verdadera vocación, sin duda, era la vida militar. Lo demostraría desde la Guerra de Reforma, donde luchando contra los conservadores derrotaría a las fuerzas de Tomás Mejía; se uniría al general Jesús González Ortega en Irapuato; vencería a Miguel Miramón en Silao, y a Leonardo Márquez en las Lomas de Calderón. Cuentan que al amanecer del 5 de mayo, Ignacio Zaragoza aprovechó el arrojo de sus hombres y les dijo su primera frase célebre: “Nuestros enemigos serán los primeros ciudadanos del mundo, pero vosotros sois los primeros hijos de México y os quieren arrebatar vuestra patria”. Y fue cuando dispuso que el general Miguel Negrete dirigiera la defensa por la izquierda; que Felipe Berriozábal fuera por la derecha y el joven Porfirio Díaz permaneciera junto a él. El resultado lo sabemos y lo festejamos todos, incluso hoy un día después, y a 157 años del triunfo de la batalla del 5 de mayo en Puebla: después de tres asaltos consecutivos de las fuerzas francesas a aquella ciudad, las fuerzas republicanas del presidente Juárez, comandadas por el general Ignacio Zaragoza, derrotaron totalmente a los invasores
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