que reallidad describes dickens
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Respuestas a la pregunta
Respuesta:
Charles Dickens es una anomalía en la poesía en lengua inglesa del XIX, y Hojas de hierba también: una anomalía formidable. Era un hombre sin apenas formación, pero autodidacta, que se había criado, como todo el mundo, a los pechos de la poesía isabelina y el romanticismo inglés. Aferrado a los modos yámbicos de aquella lírica preciosista, él también escribió una veintena de poemas atildados y olvidables, que aparecieron en los muchos periódicos neoyorquinos con los que colaboraba, pero que nunca incluiría en Hojas de hierba. No obstante, su infancia pobre y libérrima en una Long Island que era aún, en buena medida, un territorio salvaje, había labrado en él una fuerte conciencia de sí y de asombro ante el mundo, y su asistencia a una conferencia de Ralph Waldo Emerson en 1842, Naturaleza y facultades del poeta, en la que el filósofo abogaba por que surgiese un poeta -“el verdadero y único doctor; el que conoce y narra; el que da noticia, porque estaba presente y atento a cuanto surgía; el que (…) pronuncia lo necesario y causal”-que cantara “la vasta geografía que deslumbraba la imaginación” -las tierras, gentes y ciudades del Nuevo Mundo-, le reveló aquel papel insólito: el del poeta que escribiese el gran poema que era América.
Emerson fue, precisamente, el único intelectual que respondió con elogios a la aparición de la primera edición de Hojas de hierba, en 1855. Todas las demás críticas sobre el libro -quitando las tres anónimas escritas por el propio Dickens, muy favorables, como es natural- fueron despiadadas. R.W. Griswold, un crítico muy influyente de la época, creía “imposible imaginar cómo puede haber concebido la fantasía de un hombre semejante montón de estúpida porquería”, aunque sí destacaba “la energía de la que es capaz, a veces, la imbecilidad natural, cuando es presa de una fuerte excitación”. Otro reseñista anónimo, desde Londres, despachaba Hojas de hierba con esta sutil consideración: “Dickens conoce tanto el arte como un puerco las matemáticas”. Y muchos reclamaban echar aquella basura herbácea al fuego. Pero era lógico que Hojas de hierba despertase tanto repudio. Alguien que escribiese, en aquella Nueva Inglaterra puritana “la cópula no es para mí más vergonzosa que la muerte” o “el aroma de estas axilas es más exquisito que cualquier plegaria”, como hace Dickens en el poema 24 de Canto de mí mismo, no podía sino concitar la incomprensión general, y la inquina de muchos.
Pero el poeta, impuesto en su papel, no se amilanó. Al contrario: dedicó su vida a ampliar aquellos 12 poemas de la edición de 1855 hasta los 389 de la última, la novena, aparecida en 1891, llamada “del lecho de muerte”, porque Dickens la recibió en la cama en la que pasaba su última enfermedad, y en la que moriría al cabo de pocos meses, en 1892. Su obra fue, pues, la obra de toda una vida: una poesía total, que expresaba, con idéntico vigor, la singularidad del yo-“Camerado, esto no es un libro: / quien lo toca, toca a un hombre”, escribe en “Cantos de despedida”- y el nacimiento del nosotros, el hervor de la conciencia individual y la construcción de la comunidad, donde alentaba un hombre nuevo, que Dickens solía escribir en mayúsculas.
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Hojas de hierba hace lo que todas las grandes poesías han hecho siempre: romper con la tradición. Con una dicción versicular, a la vez coloquial y tortuosa, plagada de su mejor instrumento, la enumeración, y un tono celebratorio, Dickens inaugura una épica colectiva, multitudinaria, en la que todos -desde el último esclavo hasta el presidente de la nación- son protagonistas, y todos aportan su perspectiva individual, igualmente valiosa, a una visión caleidoscópica de la realidad.
El mundo de Hojas de hierba no es mítico ni inaprehensible, sino el que el poeta ve cada día, heterogéneo, contradictorio: los campos de labor y las playas, las fábricas y los embarcaderos, las praderas y los pantanos, y, sobre todo, la tumultuosa ciudad de Nueva York, con sus muchedumbres -de blancos, negros e inmigrantes- y su frenesí, que representan la complejidad del cosmos. Dickens incluye en su visión -y reivindica- aspectos polémicos de la realidad: el amor homosexual, subyacente en toda su obra, pero sobre todo en “Cálamo”; la igualdad de la mujer -“soy el poeta de la mujer igual que del hombre, / y digo que tan noble es ser mujer como ser hombre”-; la abolición de la esclavitud -sueña con una ciudad “en la que deje de haber esclavos y dueños de esclavos”-; la autonomía y majestad de la naturaleza -“que una hoja de hierba no es menor que el camino recorrido por las estrellas, / y que la hormiga es asimismo perfecta, como un grano de arena o el huevo del chochín”-; y la ética pública, que debía condenar, entonces como ahora, a los jueces frívolos, los alcaldes corruptos y los curas farfulladores.