Que nos beneficia más, a vivir en un estado natural o un orden artificia, porque?
Respuestas a la pregunta
Si aislásemos ahora uno a uno a los miembros de la unidad social, y los
considerásemos únicamente en su unidad monádica para mejor determinar su
patrimonio natural, el resultado sería que ni con la aplicación del más potente
microscopio se observaría la más diminuta molécula de maldad –o de bon-
dad–. Nos hallaríamos en territorios de la psicología y allí no tiene cabida la
moralidad: lobo y cordero se perdieron del hombre cuando el hombre perdió
la sociedad. En su lugar veríamos como único actor de la psicología al conato
(endeavour), es decir, veríamos al deseo y la aversión, su doble modo de existir,
con su inmediato cortejo de efectos: el placer y el dolor que cada uno produce,
el amor4
y el odio con que respectivamente responden al objeto que los susci-
ta, y las calificaciones de bueno y malo, o de virtud y vicio, con que, a su vez,
cada sujeto saluda ambas reacciones (cap. VI, págs. 50-52). Todo eso, y poco
más5
–por ejemplo: algunas combinaciones de esos elementos simples con
determinadas ideas, como las que ocasionalmente dan lugar al surgimiento de
la esperanza o del miedo–, constituye el máximo de lo que puede dar natu-
ralmente de sí el ser, siempre social, transitoriamente aislado de la sociedad. El
resto, la entera vida humana, en realidad, pertenece a su condición de ser so-
4
A tenor de lo que Hobbes entiende por amor no es de extrañar que los románti-
cos no lo enumeren entre sus musas. Desde luego, poco tienen que ver -tan sólo las
letras del nombre- el amor o el odio hobbesianos con esos duelos de titanes que en-
contramos en un contemporáneo suyo, Racine, cuyos héroes son capaces, por amor,
no sólo de odiar, sino también de descuidar valores y deberes, de menoscabar los
lazos familiares o de hundir en la sima del olvido las exigencias de las demás pasiones.
Quizá Andrómaca y Orestes, Fedra e Hipólito, etc., sean encarnaciones extremas de
tales sentimientos, pero se hallan siempre más cerca de la naturaleza que la chata
versión de los mismos dada por Hobbes. Plauto, por ofrecer un ejemplo de la obra
antes citada, desvía mediante el amor el curso cómico por el surco de la tragedia. Y
un Apiano explica como reacción a un despecho amoroso la nueva actitud de Masini-
sa respecto a Escipión, que tan bien fuera a los romanos en sus guerras púnicas (Sobre
Iberia, AE, Madrid, 1993, p. 37).
5
Ciertamente, aquí falta también la malla tejida con las sensaciones, la imagina-
ción, la memoria, la razón, etc., tal y como ha reconocido Macpherson (La teoría del
individualismo posesivo, Fontanella, Barcelona, 1970, págs. 27-28), como constitutivas
del sujeto (presocial). Otra cosa, cabe añadir, es que esa constitución pueda ser la
natural de un sujeto que no sea el coetáneo, por mucho que el propio Hobbes llegue
a reconocer que «un hombre que estuviese solo en el mundo» no dejaría por ello de
poseer «los sentidos y las pasiones» (L., cap. XIII, p. 109).