Historia, pregunta formulada por lyaorianna, hace 1 año

qué intereses tuvieron de por medio germania y la iglesia católica​

Respuestas a la pregunta

Contestado por pequismondacapafhaa
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La querella de las investiduras enfrentó a papas y reyes católicos del Sacro Imperio Romano Germánico entre 1075 y 1124. La causa de dicho desencuentro era la provisión de beneficios y títulos eclesiásticos. Se puede resumir como la disputa que mantuvieron pontífices y emperadores del Sacro Imperio por la autoridad en los nombramientos en la Iglesia católica.

Origen:

En 1073 es nombrado papa Gregorio VII. La primera medida que tomó ese mismo año fue la prescripción del celibato eclesiástico, es decir la prohibición del matrimonio de los sacerdotes. En el futuro los sacerdotes no podían tener hijos y por tanto no transmitirían en herencia directa sus posesiones y derechos.

Numerosos obispos, abades y eclesiásticos en general prestaban vasallaje a sus señores laicos debido a los feudos que estos les otorgaban. Aunque un clérigo podía recibir un feudo común y corriente de igual manera que un laico, existían determinados feudos eclesiásticos que solo podían ser entregados a los religiosos. Siendo territorios dominados por señores civiles que conllevaban derechos y beneficios feudales, su concesión era realizada por los soberanos mediante la ceremonia de la investidura. El conflicto surgía de la disociación de funciones y atributos que entrañaba tal investidura.

Por ser un feudo eclesiástico, el beneficiario debía ser un clérigo; si no lo era, cosa que sucedía frecuentemente, el aspirante era también investido eclesiásticamente, es decir, recibía simultáneamente los derechos feudales y la consagración religiosa. Según la doctrina de la Iglesia, un laico no podía consagrar clérigos, y de manera análoga, no podía otorgar la investidura de un feudo eclesiástico, atribución que tenía adjudicada el sumo pontífice o sus legados.

Para reyes y emperadores, los feudos eclesiásticos, antes que eclesiásticos, eran feudos. Los clérigos feudatarios, además de clérigos, eran tan vasallos como los demás, obligados en la misma medida a servir a su señor, comprometidos a ayudarle económica y militarmente en caso de necesidad. Los monarcas no querían que el Papa les despojara de la facultad de investir a los destinatarios de aquellos feudos y de obtener, a cambio, el provecho inherente a la concesión feudal.

Se daba, además, la circunstancia de que en los dominios del emperador los clérigos feudales eran muy numerosos, y, además, eran un grupo que poseía cargos de confianza en la administración, fundamentales para la marcha del gobierno del emperador. Así, los monarcas hacían recaer los cargos eclesiásticos en parientes o amigos, es decir, personas que no necesariamente eran dignas de ser clérigos según las normas de la Iglesia. Por otra parte, muchos obispos, abades y clérigos no querían cambiar su situación de vasallos debido al riesgo de perder las prerrogativas de que disfrutaban en sus posesiones feudales.

Privar al emperador de su facultad de investir a los titulares de los feudos eclesiásticos equivalía a quitarle el derecho de nombrar a sus colaboradores y sustraerle buena parte de sus vasallos, los más leales, sus valedores financieros, los que le sustentaban militarmente. Todo esto era parte de la lucha entre los Poderes universales que se disputaban el dominio del mundo, el Dominium mundi.

A comienzos del siglo XI, ante un Papado impotente, el emperador Enrique III (1039-1056), dispensó multitud de cargos eclesiásticos.[1] Tras la muerte de Enrique III surge un movimiento tendente a liberar al Papado del sometimiento al imperio. En todo el mundo cristiano empieza a reivindicarse la libertad de la Iglesia para nombrar a sus cargos.

Al decreto papal de 1073 sobre el celibato, siguieron otros cuatro decretos dictados en 1074 sobre la simonía y las investiduras. Las disposiciones no se promulgaron, por no ser necesarias, ni en España, ni en Francia ni en Inglaterra. La reacción por parte de las autoridades civiles y de los mismos clérigos afectados fue virulenta, corriendo peligro en muchos casos la integridad personal de los legados de la Santa Sede enviados para publicar y hacer cumplir los edictos del pontífice.

Pero el papa no suavizó sus métodos ni rebajó el tono de las amenazas. Muy al contrario, dictó nuevos decretos en 1075 (veintisiete normas compendiadas en los Dictatus papae) que repetían las prohibiciones de los decretos anteriores con mayor severidad en las penas, que alcanzaban a la excomunión, para quienes, siendo laicos, entregasen una iglesia o para quienes la recibiesen de aquellos, aun no mediando pago.

Los veintisiete axiomas de los Dictatus papae se resumen en tres conceptos básicos:

El papa está por encima no sólo de los fieles, clérigos y obispos, sino de todas las Iglesias locales, regionales y nacionales, y por encima también de todos los concilios.

Los príncipes, incluido el emperador, están sometidos al papa.

La Iglesia romana no ha errado en el pasado ni errará en el futuro.

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