que es "sopa de pintor" para fernando botero
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sopa de pintor es un plato donde en los tiempos de antes se les llamaba así ya que el era uno de los grandes pintores o también se puede decir que era un arte que el iso aunque no se define muy bien
Respuesta:
Es irónico, porque mi padre tiene mucho que decir y lleva años haciéndolo a través de su obra. Su historia como artista no tiene un punto de partida específico, pero sí uno de viraje total, un instante de clarividencia que reordena los años de búsqueda anterior y traza el nuevo rumbo a seguir. Un día de 1956, al cabo de varios años de pintura incansable, Fernando Botero dibujó una mandolina con un diminuto agujero en el medio. Ya es leyenda lo que significó para el pintor aquella experiencia: de pronto, sobre el papel, la mandolina multiplicó su tamaño y las proporciones sufrieron un cambio radical. Por primera vez, el joven vislumbró una posibilidad plástica original, y más de cuarenta años después la sigue explorando, pues en ese hallazgo radica la esencia de su estilo, un estilo que hoy es reconocido en el mundo entero.
Sin embargo, el camino hasta ese momento, así como el que siguió, no fue fácil. Mi padre viajó a Europa y luego a Nueva York, cuando el arte abstracto reinaba como un déspota. Como sucede siempre, el círculo de artistas dominante era estrecho e intolerante, y para asomar la cabeza había que hacerlo a codazos. Además, él proponía un arte figurativo con volúmenes preñados de sensualidad, y un decidido rescate de la pintura italiana del Renacimiento. En cambio, el medio en el que debía sobrevivir, rechazaba el tema, reclamaba la bidimensionalidad y desconocía al pasado como el maestro más fecundo. Entonces comenzó la guerra, porque no solo tenía que crear una obra, lo cual ya era bastante difícil, sino imponerla contra viento y marea.
Recuerdos filiales Por eso, su vida está marcada por la obsesión de la pintura. Incluso uno de los primeros recuerdos que tengo de mi padre es idéntico al último: pintando. Tendré apenas un par de años, y veo un estudio enorme, magnificado por la perspectiva de la niñez, y lo veo de pie, trabajando sobre un lienzo, retirándose unos pasos para estudiar sus trazos y luego acercándose a la tela para seguir pintando. Esos primeros años los pasamos todos en Nueva York, pero a mi papá lo veíamos poco, solo los viernes por la tarde, pues para entonces mis padres ya se habían separado. Fueron tiempos duros para él. No tenía un centavo y padeció el hambre y el frío en carne propia. Quizás por eso se dedicó a darles a sus hijos lo único que tenía de sobra: imaginación. Era una imaginación un poco macabra, sin duda, pues nos contaba las historias más insólitas, varias de las cuales, aun hoy en día, sigo descubriendo como invenciones suyas a pesar de haberlas creído como ciertas durante años.
Por ejemplo, cuando mi padre nos invitaba a comer, con frecuencia nos daba sopa de ojos. La cena consistía en calentar una sopa enlatada y, al final, él agregaba los ojos de vidrio que utilizaba en sus esculturas de la época. No nos decía que los ojos eran falsos, desde luego, pero sí que no se debían comer ya que solo servían para darle sazón al brebaje. Así, mientras conversábamos como si aquello fuera lo más normal del mundo, nos tomábamos la sopa examinando esas pupilas bamboleando en la superficie, mirándonos fijamente.
En otra ocasión, mi padre nos llevó al parque y alquilamos un bote de remos. Bogamos en el lago y nos detuvimos debajo de un puente sobre el que transitaba el tráfico intenso de la ciudad. Allí, sentados sobre unas rocas, él nos contó en secreto que esas aguas estaban infestadas de pirañas y que en aquel lugar vivía Tarzán con una tribu de caníbales. De pronto, gritó con las manos en bocina que venían unos caníbales que preferían la carne de niño por ser más tierna, entonces corrimos sobre el agua y arrancamos a remar en medio de un imaginaria lluvia de dardos envenenados.
Así era un día cualquiera con mi padre. A falta de dinero él convertía lo cotidiano en mágico, y como solo lo veíamos una vez a la semana, el recuerdo tenía que ser tan especial que durara hasta la semana siguiente. Claro, a veces nos moríamos del susto con sus fantasías. Una tarde nos contó que, en cierta academia militar, los soldados eran admitidos a través de un rito atroz: a la hora del reclutamiento, en el instante de rasurar a los jóvenes, de pronto el barbero les asestaba un tajo tremendo en la mejilla y los dejaba marcados con una cicatriz de media luna. No dijo nada más pero luego, cuando regresamos a su apartamento, mi padre se demoró en el baño y al salir tenía el rostro cubierto con espuma de afeitar y un largo cuchillazo de salsa de tomate. Con absoluta calma dijo: He decidido ingresar a la academia militar . Recuerdo que mi hermana arrancó a llorar, mi hermano perdió el habla y yo creo que me desmayé.