¿Qué es lo que nos cuenta el escritor que va a buscar al
Parque Rivadavia? Respondé primero con tus propias palabras.
¿Encuentra lo que busca? Luego, buscá y subrayá palabras del
autor que nos indican si lo encuentra o no.
Amor en el Parque Rivadavia
Eran las ocho de la noche y yo cruzaba el Parque Rivadavia. No
iba triste ni alegre, sino tranquilo y sereno como un ciudadano
virtuoso. Alguna que otra pareja se cruzaba en mi camino y yo
aspiraba el olor a los eucaliptos que flotaba en el aire
envolviéndolo dulcemente.
De pronto, en una alameda que corre de Este a Oeste, y llena de
bancos en los que los focos revelaban frescas manchas de agua
de la lluvia caída, vi parejas compuestas de seres humanos de
distintos sexos. No solo no sentían el fresco ambiente, sino que
eran hasta insensibles al agua sobre la cual estaban sentados. Yo
me hacía cruces y me decía: “No, no es posible… ¿Quién me va
a creer esto? No es posible”. Y como un ingenuo, acercaba mi
nariz a los bancos, los miraba y los veía, mojados a tal punto que,
con impermeable y todo, yo no me hubiera sentado allí. Y las
parejas, como si tal cosa…
Y no era una pareja. Eran muchas, pero muchas parejas,
igualmente insensibles a la humedad e igualmente laboriosas en
eso de demostrarse que se querían. Algunas permanecían en un
silencio comatoso, otras, cuando yo me acercaba, se apresuraban
a gesticular como si discutieran temas de vital interés. En fin,
terminé de cruzar el parque, consternado y admirado, pues
ignoraba que el amor impermeabiliza las ropas de los que se
sentaban en bancos mojados. La otra noche vuelvo a pasar por
el parque Rivadavia.
Hecho un santito, con las manos sumergidas en el bolsillo del
perramús y los ojos atentos.
No llovía, pero había, en cambio, una humedad de mil demonios,
si mil demonios pueden ser húmedos. Tanta humedad, que la
humedad se distinguía flotando en el aire bajo la forma de
neblina. Eran las ocho de la noche. Y yo pensaba: “Heme aquí,
en el lugar más adecuado para pescarme una bronconeumonía o,
cuando menos, una pulmonía doble. No hablemos de
gripe, porque de solo poner las narices por aquí uno se hace
acreedor de ella”. Iba entregado a estos pensamientos cuando
llegué a la alameda que corre de Este a Oeste. Esa, la misma, la
de los bancos. ¿Querrán creerme ustedes? Desafiando las
bronconeumonías, las pulmonías dobles y simples, las gripes, los
resfríos, las pleuresías secas y húmedas, y cuanta peste pueda
relacionarse con las vías respiratorias, innumerables parejas de
niños y señoritas, jóvenes y caballeros, se arrullaban de dos en
dos bajo las ramas de los árboles, que goteaban lagrimones
diamantinos. Juro que sería criminal no confesar que se
arrullaban tiernamente.
En la neblina, bajo los árboles goteadores.
“Ya ni en la paz de los sepulcros creo”. No creo en los efectos
de la lluvia, de la neblina, del viento, del frío ni del diablo. No
creo en la paz ni en la soledad de nada. Siempre y siempre que
me he dirigido a un sitio solitario y oscuro, a un paraje que desde
afuera hacía pensar en la soledad del desierto, siempre he
encontrado allí una muchedumbre. De manera que me inclino a
creer que la única soledad posible es aquella que se produce en
un agujero de tierra en cuyo fondo dejaron un cajón… ni en esa
se puede creer. De cualquier manera,
he aprendido algo: que el que quiere soledad que la busque
dentro de sí mismo y que no importune a las parejas, que por
tener la convicción de su amor, se quieren al aire libre y a la luz
de una o varias lunas de arco voltaico.
Arlt, Roberto (1958). Aguafuertes porteñas. Buenos Aires:
Losada. (Versión adaptada).
elizabethlsn2401:
ayuda ppor favorr!!!
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ni se de qué trata...............
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hola xd
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