qué enunciados presa una exageración con respecto a platero
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Incluyendo la dedicatoria a Aguedilla y sin incluir los títulos de los capítulos, el texto neto de Platero y yo tiene una extensión de 31,531 palabras. De ellas, nada menos que 24,837 —me he entretenido en contarlas— están dedicadas a los habitantes del pueblo de Moguer que no son ni Platero ni Juan Ramón. Así pues, al cumplirse ahora 50 años de la muerte del poeta, sería hora ya de ocuparnos de ese otro libro que es Platero y nosotros, también escrito (y no entre líneas, sino línea a línea, palabra a palabra) por aquel dizque solipsista, egómano, egocentrista y ególatra que fue Juan Ramón Jiménez.
Se ha afirmado que si un terremoto —u otra catástrofe natural— acabase alguna vez con Dublín, la capital de Irlanda podría reconstruirse echando mano del Ulises de Joyce. No es tan así, hay en ello un poquito de exageración (del que puedo dar fe por inspección ocular propia en 1979 y en 2004). Pero la verdad poética admite ese poquito de exageración, y por ello afirmo que si un voraz incendio redujese a cenizas los registros municipales de Moguer, el censo del pueblo de aquellos años se podría rehacer con una aproximación del 90% con base en las páginas de Platero y yo.
Déjeseme decir, además, que en 1914, cuando Juan Ramón fecha su libro, se está adelantando en 10 años al europeísmo que todo el mundo alabará en 1924 como uno de los principales méritos de Der Zauberberg (La montaña mágica), la formidable novela de Thomas Mann.
En Platero y yo hay citas en inglés, gallego, francés e italiano, como en Der Zauberberg las hay en italiano, francés y neerlandés, subrayando el carácter paneuropeo de ambos textos.
Debo confesar que mi relación personal con Juan Ramón es de muy vieja data. Tan vieja que se remonta a los días de mi infancia, de cuando aprendí a leer y me escapaba horas y horas al alpende de la casa donde nací, en el número 21 de la calle de los Tumbados. Y desde aquella altura, pequeña para las dimensiones actuales, mi vista se alzaba a veces del libro que estaba leyendo y se me perdía a lo lejos, hacia el sur, y así veía desde mi casa todo el cauce del río Tinto, desde algo más acá de San Juan del Puerto hasta el estero de Domingo Rubio, y en ese ciclorama destacaban las siluetas del convento de la Rábida, el monumento conmemorativo de 1892, y los blancos caseríos de Palos y Moguer, éste con la torre de esa iglesia mayor que todavía hoy nos sigue pareciendo “de cerca, como una Giralda vista de lejos”.
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