¿Qué aspecto no compartes con los ortodoxos? ¿Por qué?.
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Respuesta:
Lamentablemente, en la actualidad, a ortodoxos y católicos nos separa un cisma, es decir, una ruptura de la unión eclesiástica. Sin embargo, este distanciamiento no atañe a las creencias, pues, como veremos, la Iglesia Ortodoxa cree esencialmente lo mismo que nosotros. Como afirma Nicolás Zernov, en el pasado, un concepto estático de la Iglesia animó a Oriente y a Occidente a interpretar las diferencias de enseñanza, culto y costumbres como males, y, por lo tanto, como desviaciones heréticas de la tradición apostólica. Estos desentendimientos, sumados a otros factores, produjeron el Cisma de Oriente de 1054, suceso que nos distancia desde entonces. Veamos un poco de historia.
Hacia fines del siglo III el emperador Diocleciano dividió el Imperio Romano en dos. Así surgieron el Imperio Romano de Oriente y el Imperio Romano de Occidente, cada uno regido por autoridades diferentes aunque emparentadas. Mientras esto ocurría la Iglesia, esporádicamente perseguida, se iba extendiendo e iba estableciendo comunidades al frente de las cuales se encontraba un obispo (episcopos). La progresiva conversión del Imperio al cristianismo se vio ayudada por el Edicto de Milán de 313 dC mediante el cual Constantino estableció la libertad religiosa e hizo cesar las persecuciones. Luego, el paso definitivo hacia un Imperio confesional fue la declaración de Teodosio que en el año 390 dC estableció la ortodoxia del Concilio de Nicea (325 dC) como religión oficial y prohibió la adoración pública de otros dioses. Así, se produjo una unión entre el cristianismo y la política del Imperio, la comunidad cristiana tendió a seguir cada vez más la pauta de la administración imperial, los obispos de las ciudades mayores recibieron el título de metropolitano y una autoridad sobre sus vecinos episcopales. A mediados del siglo V, a cinco metropolitanos se les dio una autoridad aún mayor y se los nombró patriarcas, estableciendo el patriarcado de Constantinopla, el de Alejandría, el de Antioquía, el de Jerusalén y el de Roma.
Al caer el Imperio Romano de Occidente en el año 475 dC, la Cristiandad quedó dividida en dos: el Imperio Romano de Oriente se transformó en el Imperio Bizantino y las tierras de la actual Europa vieron desarrollarse múltiples reinos. En ese contexto de cambios, la Iglesia Católica, que había conservado intacta su estructura después de cuatro siglos de evangelización, se convirtió en la única institución capaz de ordenar la cristiandad occidental con su centro espiritual en Roma. Esta realidad será determinante para la Edad Media, pero ese es otro tema. A partir de ese momento, en el marco de una época donde el poder temporal y el espiritual se confundían, donde en Oriente los emperadores intervenían en asuntos de religión a su parecer y ciertos patriarcas se plegaban a su voluntad, o en Occidente muchos papas actuaron más como soberanos terrenales con ambiciones políticas que como líderes espirituales; la relación entre el papado y los patriarcas orientales fue progresivamente más conflictiva hasta llegar a la ruptura y la mutua condena.
Uno de los episodios que más contribuyó a enemistar a Oriente y Occidente fue el problema de la iconoclasia, un conflicto en el Imperio Bizantino que surgió por la intención del emperador León III de cortar la veneración de las sagradas imágenes. La crisis se extendió a la cristiandad occidental e hizo volcar al Papa hacia la monarquía franca. Si bien el apremio se resolvió en el VII Concilio Ecuménico de 787 dC que rehabilitó la veneración de íconos, el papado ya se había inclinado hacia los monarcas del oeste y terminó por coronar al célebre Carlomagno como emperador de Occidente. Esta situación contribuyó a exacerbar la rivalidad entre ambos imperios y alimentaron la controversia del filioque.
Lo que se conoce como el filioque fue una disputa teológica en la forma en que debía pronunciarse el Credo y que marcaba la relación del Espíritu Santo con las otras personas de la Santísima Trinidad. Los occidentales sostenían que el Credo debía rezarse: «Creo en el Espíritu Santo… que procede del Padre y del Hijo». Los cristianos orientales decían: «Creo en el Espíritu Santo que procede del Padre». Estas diferencias se habían mantenido en la unidad hasta que las circunstancias políticas entre el papado y Bizancio exacerbaron las divergencias entre estos dos mundos. Esto ocurrió en 1054, cuando en el contexto de una misión romana a Constantinopla, capital del Imperio Bizantino, la intransigencia propició un intento de occidente de imponer su versión del credo, y forzó mutuas excomuniones y un ruptura que no ha tenido vuelta atrás.