Puede considerarse que las tierras de la iglesia eran señoríos feudales
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Si bien el panorama general del feudalismo cubre en mayor o menor medida lo referente al feudalismo eclesiástico, puesto que los mecanismos y resultados de su aplicación en los señoríos de la Iglesia son similares a los del feudalismo laico, conviene abundar en algunas consideraciones exclusivas. La Iglesia estaba integrada plenamente en el sistema feudal de estos siglos, incluso dentro de la propia organización jerárquica e institucional, al menos como tal Iglesia, no como comunidad de creyentes que es el cristianismo. Un claro ejemplo es el del clero alemán, donde arzobispos y obispos estaban sometidos al emperador; situación repetida igualmente en Inglaterra o en Francia, cuando el soberano decidía sobre los nombramientos de prelados para las sedes episcopales más allegadas a la monarquía. Incluso la simonía, tan extendida, permitía remunerar la elección y reservar la sucesión entre los parientes. Y, de cualquier forma, abades y prelados pertenecían con frecuencia al orden nobiliar, estando impregnados por ello del espíritu del feudalismo en su sistema de relaciones vasalláticas y clientelares. Prioratos, colegiatas y capítulos catedralicios solían acoger a miembros de las familias feudales y prosperar al amparo de sus tierras y propiedades sobre las que se levantaban. Sin olvidar que muchos bienes de la Iglesia se convertían en feudos hereditarios íntegros o segregados del total, en unos casos por confiscación y en otros por voluntad de los mismos eclesiásticos. Un caso muy especial era el de aquellos obispos que dominaban sobre la ciudad en la que se asentaba su sede episcopal, obteniendo abundantes beneficios de las regalías, monopolios y derechos explotados señorialmente a través de sus delegados, influyendo en la vida urbana desde una posición de fuerza feudal y moral, acuñando incluso moneda y administrando como lo hiciera el rey o sus funcionarios. Pero, además, los señoríos o dominios del obispo o del capítulo catedralicio se repartían con frecuencia por el entorno o se diseminaban en tierras lejanas recién conquistadas y repobladas para la Cristiandad, como sucedió en España con la Reconquista. En algunas ciudades de Francia, Inglaterra o norte de Italia, condes y señores compartían la jurisdicción con el obispo, cuando no estaban sometidos a su autoridad. Y en Alemania, la necesidad de contar el emperador con los patrimonios episcopales, por la debilidad de las tierras imperiales, convirtió a los prelados en condes, iniciándose el camino hacia la formación de principados-electorales como los de Maguncia, Tréveris y Colonia, o de principados-episcopales como el de Lieja. Esta intromisión del poder feudal en la Iglesia seria fuente de conflictos permanente a raíz de los intentos de la reforma gregoriana del ultimo cuarto del siglo XI, que sentó las bases de la preeminencia de la Iglesia sobre el poder temporal y la condena de los vicios provocados por la contaminación de los clérigos en el disfrute de bienes temporales y responsabilidades públicas mundanas. Se ha dicho que, tras la reforma gregoriana, la Iglesia se convirtió en un movimiento de contestación al régimen feudal, pero ello no fue exactamente así. Una cosa es que se relajara la presión laica sobre ella y se evitara la intrusión en la elección de los cargos, y otra que se apartara -lo que no hizo, evidentemente- del orden feudal que sus mismos ideólogos y propagandistas sostuvieron en su mayor parte hasta el final del medievo. En realidad, de la reforma surgió un movimiento de reclamación de las iglesias y bienes usurpados a la Iglesia por los poderes laicos y un espíritu nuevo de vuelta a la separación de los dos poderes, temporal y espiritual, sin renunciar el Papa a su primacía por encima, incluso, del emperador: teocracia pontificia. Pero dentro de la Iglesia, tanto los monasterios, como los obispados o los dominios de las órdenes militares, que en la Península Ibérica fueron extensos y poderosos por haber colaborado en la Reconquista y haberse asentado en las tierras nuevas como brazo defensivo de la monarquía, aplicaron un régimen de explotación de la tierra similar al del orden feudal de los laicos. Los cistercienses, por ejemplo, intentaron en principio administrar y trabajar por sí mismos sus dominios y acabaron cediéndolos a campesinos que laboraron sus granjas. En este caso, y como escribe I. Alfonso al respecto, "las relaciones de dominación y subordinación estuvieron presentes en la organización de la producción en los dominios cistercienses, y en su economía implicó también coerción y dominación señorial" Coerción y dominación señorial que la Iglesia en general aplicó a la explotación de sus recursos rurales y urbanos, y que en algunos casos originó revueltas, actuaciones criminales y represiones.
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