Prologo al lector de la segunda parte de don quijote
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PRÓLOGO AL LECTOR
¡Válame Dios, y con cuánta gana debes de estar esperando ahora, lector ilustre o quier plebeyo1, este prólogo, creyendo hallar en él venganzas, riñas y vituperios del autor del segundo Don Quijote, digo, de aquel que dicen que se engendró en Tordesillas y nació en Tarragona2! Pues en verdad que no te he de darI este contento, que, puesto que los agravios despiertan la cólera en los más humildes pechos, en el mío ha de padecer excepción esta regla. Quisieras tú que lo diera del asno3, del mentecato y del atrevido, pero no me pasa por el pensamiento: castíguele su pecado, con su pan se lo coma y allá se lo haya4. Lo que no he podido dejar de sentir es que me note de viejo y de manco5, como si hubiera sido en mi mano haber detenido el tiempo, que no pasase por mí, o si mi manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sinoII, 6 en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros7. Si mis heridas no resplandecen en los ojos de quien las mira, son estimadas a lo menos en la estimación de los que saben dónde se cobraron: que el soldado más bien parece muerto en la batalla que libre en la fuga8, y es esto en mí de manera, que si ahora me propusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme hallado en aquella facción prodigiosa9 que sano ahora de mis heridas sin haberme hallado en ella. Las que el soldado muestra en el rostro y en los pechos, estrellas son que guían a los demás al cielo de la honra, y al de desear la justa alabanza; y hase de advertir que no se escribe con las canas, sino con el entendimiento, el cual suele mejorarse con los años.
He sentido también que me llame invidioso y que como a ignorante me describa qué cosa sea la invidia10; que, en realidad de verdad, de dos que hay11, yo no conozco sino a la santa, a la noble y bienintencionada. Y siendo esto así, como lo es, no tengo yo de perseguir a ningún sacerdote, y más si tiene por añadidura ser familiar del Santo Oficio; y si él lo dijo por quien parece que lo dijo, engañóse de todo en todo, que del tal adoro el ingenio, admiro las obras y la ocupación continua y virtuosa12. Pero en efecto le agradezco a este señor autor el decir que mis novelas son más satíricas que ejemplares, pero que son buenas; y no lo pudieran ser si no tuvieran de todo13.
Paréceme que me dices que ando muy limitado y que me contengo mucho en los términos de mi modestia, sabiendo que no se ha de añadirIII aflición al afligido14 y que la que debe de tener este señor sin duda es grande, pues no osa parecer a campo abierto y al cielo claro15, encubriendo su nombre, fingiendo su patria, como si hubiera hecho alguna traición de lesa majestad. Si por ventura llegares a conocerle16, dile de mi parte que no me tengo por agraviado, que bien sé lo que son tentaciones del demonio, y que una de las mayores es ponerle a un hombre en el entendimiento que puede componer y imprimir un libro con que gane tanta fama como dineros y tantos dineros cuanta fama; y para confirmación desto, quiero que en tuIV buen donaire y gracia le cuentes este cuento:
Había en Sevilla un loco que dio en el más gracioso disparate y tema que dio loco en el mundo17, y fue que hizo un cañuto de caña puntiagudo en el fin18, y en cogiendo algún perro en la calle, o en cualquiera otra parte, con el un pie le cogía el suyo, y el otro le alzaba con la mano, y como mejor podía le acomodaba el cañuto en la parte que, soplándole, le ponía redondo como una pelota; y en teniéndolo desta suerte, le daba dos palmaditas en la barriga y le soltaba, diciendo a los circunstantes, que siempre eran muchos: «¿Pensarán vuestras mercedes ahora que es poco trabajo hinchar un perro?». ¿Pensará vuestra merced ahora que es poco trabajo hacer un libro19?
Y si este cuento no le cuadrare, dirásle, lector amigo, este, que también es de loco y de perro:
Había en Córdoba otro loco, que tenía por costumbre de traer encima de la cabeza un pedazo de losa de mármol o un canto no muy liviano, y en topando algún perro descuidado, se le ponía junto y a plomo dejaba caer sobre él el peso.«Perro ladrón, ¿a mi podenco21? ¿No viste, cruel, que era podenco mi perro?». Y repitiéndole el nombre de podenco muchas veces, envió al loco hechoV una alheña22. Escarmentó el loco y retiróse, y en más de un mes no Amohinábase el perro y, dando ladridos y aullidos, no paraba en tres calles. Sucedió, pues, que entre los perros que descargó la carga fue uno un perro de un bonetero, a quien quería mucho su dueño. Bajó el canto, diole en la cabeza, alzó el grito el molido perro, violo y sintiólo su amo, asió de una vara de medir y salió al loco20 y no le dejó hueso sano; y cada palo que le daba decía: salió a la plaza23; al cabo del cual tiempo volvió con su invención y con más carga. Llegábase donde estaba el perro, y mirándole muy bien de hito en hito, y sin querer ni atreverse a descargar la piedra, decía: «Este es podenco: ¡guarda24!».