Porque motivos los militares consideraban enemigos en la ultima dictadura de argentina?
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Para comprender la singularidad de la última dictadura argentina (1976-1983) y su particularidad de ser la experiencia más cruenta, en materia de violaciones a los derechos humanos, del Cono Sur de América Latina, es preciso trazar algunas líneas históricas características del siglo XX.
El régimen militar iniciado en 1976 no es una experiencia aislada sino la expresión más álgida de una sucesión de intervenciones militares (1930-1932, 1943-1946, 1955-1958, 1962-1963, 1966-1973). Esta serie de experiencias autoritarias, como una constante propia de la historia argentina del siglo, puede ser explicada desde diversos enfoques y siguiendo distintas dimensiones de análisis. En primer término, quienes se concentran en el funcionamiento del sistema político apelan al concepto de «pretorianismo» para dar cuenta de la alternancia naturalizada entre partidos políticos y militares que, tácitamente, establecen un juego pendular entre autoritarismo y democracia dentro del mismo régimen político. En este esquema, las intervenciones militares no suponen una salida del sistema político sino una posibilidad válida del juego político. La validación de esta alternativa está dada por la «pérdida de fe en la democracia» de la mayoría ciudadana que, entonces, da su apoyo a estas empresas dotándolas de legitimidad (cfr. Quiroga, 2004).
Otros autores, sin perder de vista la relación Estado-sociedad, hacen foco en la dinámica social y encuentran a dicho proceso solidario con una lógica ascendente de militarización de la sociedad y de politización de las fuerzas armadas: así como en 1930 los protagonistas del golpe militar fueron un general retirado y los cadetes del Colegio Militar, en 1976 los emprendedores son los comandantes en jefe de la corporación militar (cfr. Mallimaci, 1995: 233). Esto fue dando lugar a la lenta conformación de pautas de sociabilidad y transacciones de sentido que construyeron una cultura política e ideológica que naturalizó el recurso a la violencia como forma eficaz y legítima de dirimir los conflictos. Junto con el siglo se inaugura una batería de leyes destinadas al disciplinamiento social. Se sancionaron: en 1901 la ley 4.031 de Servicio Militar Obligatorio, para «civilizar» a la población masculina, en 1902 la ley 4.144 de Residencia, para expulsar a los extranjeros «disolventes», y en 1910 la ley 7.029 de Defensa Social, que prohibía las asociaciones y/o reuniones de propagación anarquista y sancionaba como delito el regreso de los expulsados.
Paulatinamente, al calor de las intervenciones militares, se reforzó un contexto social de alta tolerancia al tratamiento del «otro» por la vía represiva. En efecto, ya durante la intervención militar iniciada en 1930 se dio creación a la «Sección Especial» de la Policía Federal, especializada en combatir al comunismo y dirigida por Leopoldo Lugones (hijo), conocido por innovar con el uso de la picana eléctrica durante los interrogatorios a prisioneros políticos (Funes, 2004: 36). De allí en más la tortura se convirtió en una modalidad sistemática y aplicada tanto a presos políticos como a delincuentes comunes (Calveiro, 1998: 25). A su vez, la práctica represiva no fue privativa de instituciones de encierro, como las cárceles, sino que tuvo diversas manifestaciones en el espacio público: en 1955, el bombardeo protagonizado por 29 aviones de la Marina a una concentración de civiles en Plaza de Mayo, a la Casa de Gobierno y a residencia presidencial dejó un saldo de más de 300 personas muertas y cientos de heridos, en el intento frustrado de clausurar el capítulo peronista de la historia argentina. Este hecho inició una proscripción de 18 años del partido político que representaba a la mayoría electoral. A la proscripción política le siguió el secuestro del cadáver de Eva Perón, la represión a los cuadros del movimiento y el esfuerzo por «desperonizar a la sociedad» por la fuerza, llegando incluso a prohibir el nombre propio del líder y las alusiones al «peronismo», que fueron vedados por decreto (Calveiro, 2006: 28).
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