Porque la declaración universal llamó a defender la democracia
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Para muchos, la democracia no es más que un problema. La revolución intelectual y moral que se impone a este mundo «en crisis» debe ser considerada más bien como una solución, e incluso la única respuesta general y adaptada para nuestros males presentes.
Claro que desde la aprobación de la Carta de las Naciones Unidas en junio 1945 y la adopción de la Declaración universal de Derechos Humanos en diciembre 1948, el mundo ha realizado algunos «progresos». No ha habido ninguna otra «Guerra mundial» durante los últimos casi setenta años, mientras que solamente dos decenios separaron la Primera y la Segunda.
El desarrollo tecnológico, científico e informacional alcanzó y, a veces, sobrepasó las fronteras imaginadas por los autores de ciencia-ficción de finales des siglo XIX o de la primera mitad del siglo XX. La Humanidad ha conseguido hasta ahora contener las epidemias cíclicas, quizá las nuevas pandemias.
Sin embargo, desde hace más de un decenio, una sensación ampliamente compartida nos sugiere, otra vez, que «estamos al borde del precipicio» (1). Y esta sensación está más que motivada por una gran cantidad de evidencias que no dejan de multiplicarse ante nuestros ojos impotentes. ¿Cómo se podría seguir aceptando una contradicción como ésta, y cuál podría ser una respuesta sostenible?
El proyecto de una Declaración universal de la Democracia, lanzado en 2012 por Federico Mayor (2) y Karel Vašák (3) y presentado ante el Foro Mundial para la Democracia organizado por el Consejo de Europa del 8 al 11 de octubre de 2012, constituye un elemento de respuesta decisivo a la peligrosa situación a la que todos nos enfrentamos en todas las latitudes, empezando por el mundo euro-mediterráneo, pero también más allá. La necesidad de (más) democracia (política, económica, social, cultural, internacional) y la reafirmación de sus fundamentos democráticos inalienables son de hecho el centro del desarrollo y de la recuperación de la construcción europea. La aspiración democrática que se ha manifestado con fuerza en el Máshreq y en Magreb es también el origen de los cambios históricos de estas regiones desde hace dos años. Esta reivindicación fundamental, comparable a aquella que exige el acceso a un agua, un aire y una alimentación de calidad, la encontramos en todas las regiones del mundo, y ningún país miembro de la comunidad de naciones parece estar exento; ya que nadie, ninguna nación, ningún grupo de interés y ninguna religión pueden querer, aquí y ahora, eximirse de la democracia ad vitam y seguir pisoteando sus principios, elaborados hace cerca de dos milenios y medio por unos filósofos, trágicos y políticos griegos.
En un contexto como este, marcado por unos progresos aparentes y, simultáneamente, por una degradación continua de las condiciones de vida de los más pobres y los más frágiles, la Carta de las Naciones Unidas y la Declaración universal de Derechos Humanos de 1948 deberían ser completadas y, al mismo tiempo, su esencia democrática afirmada. De hecho, por un conjunto de razones históricas y políticas, les faltó una componente esencial y durante demasiado tiempo eludida. Esta componente, es que la puesta en marcha práctica y duradera de la Carta de las Naciones Unidas y de la Declaración universal de Derechos Humanos no puede materializarse fuera de un contexto general de naturaleza verdaderamente democrática – y eso a nivel internacional, nacional, regional o local. Y, de hecho, desde hace seis decenios, cada vez que han sido separadas de una perspectiva o de un contexto democráticos, la Carta y la Declaración se han comprobado desprovistas de utilidad efectiva. Eso es lo que ha sido ignorado o eludido hasta el punto de desencadenar las grandes tragedias y callejones sin salida a los que el mundo contemporáneo se enfrenta desde el año 2001.
Se trata pues de reafirmar solemnemente y sin posibilidad de distinguirlas, la preeminencia de los derechos humanos y su pleno ejercicio Y, al mismo tiempo, la necesidad de que ese mismo ejercicio pueda realizarse en el seno de un contexto democrático. Es este uno de los objetivos más importantes del proyecto de Declaración Universal de la Democracia.
La democracia no en absoluto «un lujo» (como les gusta decir a los cínicos), y no es «un problema» que para los a quienes les molesta. Es más bien la llave que nos falta para solucionar el desorden del mundo actual y su «crisis» – una crisis que, más que económica, es moral, ontológica, existencial.
La democracia no es un fin en sí, un objetivo estético, un voto piadoso… Es solamente un medio: una medio para vivir mejor juntos, favorecer la Paz, hacer progresar realmente la Humanidad, restaurar la equidad allá donde las desigualdades prevalecen, liberar las energías, las ideas y los cuerpos prisioneros de la masa astronómica de tabúes acumulados por todos los regímenes y gobiernos no democráticos.
Explicación:
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