Porque dicen que el violin es el instrumento del diablo? .
Respuestas a la pregunta
La cofradía del arco. Entre los grandes compositores de la historia de la música existe una raza aparte: la de aquellos que tocaron el violín. Esto es, aquellos que antes o mientras tanto o sobre todo fueron reconocidos como virtuosos de dicho instrumento aparte de dedicarse a escribir conciertos, cantatas y óperas. Sus biografías ofrecen todas un irremediable aire de familia, pero los parecidos no acaban ahí. Asomémonos a sus retratos canónicos, a las efigies que de estos maestros nos ha legado la tradición, generalmente en forma de grabados que decoraban los frontispicios de sus colecciones de sonatas o de sus métodos didácticos para dominar el arco. Todos son iguales; todos se parecen; todos se antojan variaciones sobre un tema idéntico que se repite maniáticamente con los mismos giros. Vivaldi, Veracini, Tartini, Locatelli, Pugnani, Paganini: nombres que pueden corresponder indistintamente al mismo sujeto, un rostro dotado de una alarmante nariz aguileña sobre la que se derraman los rizos del cabello en desorden, un brillo de acero en la mirada, un cuerpo contrahecho del que sobresale, empuñado por la mano derecha, la silueta del diabólico violín. He dicho diabólico, sí. Lo cierto es que la mayoría de ellos terminaron por descoyuntar sus respectivos esqueletos a fuerza de adoptar las agónicas posturas que les exigía el instrumento, y tanto más en el Barroco, en que el violín todavía no se calzaba con la caja contra la garganta, sino a la altura del hombro. Pero la imaginación popular no atribuía esas deformidades a la exigente gimnasia del pizzicato y los trémolos, sino a causas más arcanas con olor a azufre: se debían a una connivencia con fuerzas oscuras. Más llanamente, a un pacto con el diablo.
La banda sonora del infierno. Porque así, durante siglos, ha sido conocido el tal vez más hermoso de los equipajes musicales: el instrumento del diablo. Las razones de dicha maldición se prestan a variadas y muy literarias conjeturas. En primer lugar está la exigente destreza técnica que parece necesaria para dominarlo y sonsacarle acentos que sobrepasen los maullidos de un gato en celo; además, dicen algunos, habría que alegar las ensoñaciones y el estado de hipnótica semiinconsciencia en que puede sumirnos su arrullo, y en el que caben visiones tanto celestiales como subterráneas (recordemos, en apoyo de esta última tesis, que Franz Schubert confesó haber experimentado la visitación de un ángel mientras asistía al adagio del tercer concierto de Paganini). Aparte, se encuentra la silueta innegablemente pecaminosa del instrumento: esas curvas, esas espirales, esa invitación a la carnalidad recuerdan por fuerza a la cintura de la mujer, madre y maestra del vicio, por lo que tocar o dejarse tocar por el violín equivaldría a dejarse perder en los oscuros placeres de su sexo. Por todo esto, el violín es anatema y progenie del infierno; y quienes se dedican a pulsarlo, haciendo gala además de una sospechosa pericia, son ahijados de Satanás.