Porfavor ayudenme con la tarea, regalo corona, corazones y gracias.
Respuestas a la pregunta
Respuesta:
el que responda cosas absurdas le reporto
5. Completa el esquema con los hechos más importantes que se narran en cada una de las
siguientes partes del texto.
Inicio Nudo Desenlace
este es el texto:
El capitán ALATRISTE.
Por esa época Angélica Alquézar debía de tener once o doce años, y ya era un prometedor anuncio
de la espléndida belleza en que se convertiría más tarde, y de las que dio buena cuenta el propio
Velásquez en el cuadro famoso para el que ella posaría tiempo después, hacia 1635. Pero más de una
década antes, en aquellas mañanas de marzo que precedieron a la aventura de los ingleses, yo
ignoraba la identidad de la jovencita, casi niña, que cada dos o tres días recorría en carroza la calle de
Toledo, en dirección a la Plaza Mayor y a la Plaza Real, donde – supe más tarde – asistía a la reina y
a las princesas jóvenes como menina, merced a la posición de su tío el aragonés Luis de Alquezar, a
la sazón uno de los más influyentes secretarios del rey.
Para mí, la jovencita rubia de la carroza era solo una visión celestial, maravillosa, tan lejos de mi pobre
condición mortal como podían estarlo el sol o la más bella estrella de esa esquina de la calle de Toledo,
donde las ruedas del carruaje y las patas de las mulas salpicaban de barro, altaneras, a quienes se
cruzaban en su camino.
Aquella mañana algo altero la rutina. En vez de pasar como siempre ante la taberna para seguir calle
arriba, permitiéndome la acostumbrada y fugaz visión de su rubia pasajera, el carruaje se detuvo antes
de llegar a mi altura, a una veintena de pasos de la taberna del turco. Un trozo de duela se había
adherido con el lodo a una de las ruedas, girando con ella hasta bloquear el eje; y el cochero no tuvo
más remedio que detener las mulas y echar pie a tierra, o al barro para ser exactos, al fin de eliminar
el obstáculo. Ocurrió que un grupo de mozalbetes habituales de la calle se acercó a hacer borla del
cochero, y éste malhumorado, echó mano al látigo para aguantarlos. Nunca lo hiciera. Los pilluelos de Madrid en aquella época, eran zumbones y reñidores como moscas borriqueras – que ser en Madrid
nacido supiera reñir mejor, decía una vieja jácara--, y además no todos los días se brindaba como
diversión una carroza para ejercitar la puntería. Así que, armados con pellas de barro, empezaron a
hacer gala de un tino en el manejo de sus proyectiles que ya hubieran querido para sí los más hábiles arcabuceros de nuestros tercios.
Me levanté, alarmado. La suerte del cochero me importaba un bledo, pero aquel carruaje transportaba
algo que, a tales alturas de mi joven vida, era la más preciosa carga que podía imaginar. Además, yo
era hijo de Lope Balboa, muerto gloriosamente en las guerras del rey nuestro señor. Así que no tenía
elección. Resulto a batirme en el acto por quien, desde lejos y con el máximo respeto, consideraba mi
dama, cerré contra los pequeños malandrines y en dos puñadas y cuatro puntapiés disolví la fuerza
enemiga, que se esfumo en rápida retirada dejándome duela del campo.
El impulso de la carga – con mi secreto anhelo, todo hay que decirlo – me había llevado junto al
carruaje. El conchero no era hombre agradecido; así que tras mirarme con hosquedad, reanudo su
trabajo. Estaba a punto de retirarme cuando los ojos azules aparecieron en la ventanilla. La visión me
clavo en el suelo, y sentí que el rubor subía a mi cara con la fuerza de un pistoletazo. La niña, la
jovencita me miraba con una fijeza que habría hecho dejar de correr el agua en el año de la fuerte
cercana. Rubia. Pálida. Bellísima. Para que les voy a contar. Ni siquiera sonreía, Limitándose a
mirarme con curiosidad. Era evidente que mi gesto no había pasado inadvertido. En cuanto a mi aquella mirada, aquella aparición, compensaba con creces todo el episodio. Hice un gesto con la mano,
dirigiéndolo a un sombrero imaginario, y me incliné.
-- Iñigo Balboa, a Vuestro servicio— balbucí, aunque logrando darle a mis palabras cierta firmeza que
juzgué, galante--. Paje en casa del capitán Don Diego Alastriste.
Impasible, la jovencita sostuvo mi mirada. El cochero había montado y arreaba el tiro, de modo que el
carruaje volvió a ponerse en marcha. Di un paso atrás para esquiar las salpicaduras de las ruedas, y
en ese momento ella apoyo una mano diminuta, perfecta, blanca de nácar, en el marco de la ventanilla,
y yo me sentí como si acabara de darme a besar esa mano. Entonces su boca, perfectamente dibujada
en suaves labios pálidos, se curvó un poco, ligeramente, apenas un mínimo gesto que podría
interpretarse como un sonrisa distante, muy enigmática y misteriosa. Oí restallar el látigo del cochero,
y el carruaje arranco para llevarse con él esa sonrisa que todavía hoy ignora si fue real o imaginada.
Y yo me quede en la mitad de la calle, enamorado hasta el último rincón de mi corazón, viendo alejarse
a aquella niña semejante a un ángel rubio e ignorando, podre de mí, que acababa de conocer a mi más dulce, peligrosa y mortal enemiga